10 de diciembre de 2014

Despedida y cierre

Nuevamente, otro cierre de blog: se acabó «Vivir ciñendo»

No acababa de encontrarme en él y no me parece que os acabárais de encontrar tampoco vosotros, esa es la verdad. Parece claro que con «El Incordio» rompí el molde y, de la misma manera que no debí haber forzado a éste, que hubiera quedado estupendo cerrado el 2 de julio de 2011, no debí haber continuado con la actividad bloguera en este triste «Vivir ciñendo» que ahora mismo se va por el foro.

No me parece probable que abra otro blog. Desde luego, no de estas características pero, en estos momentos, no me apetece hacer nada, ni de estas características ni de ninguna otra. Si llegara a tener la humorada de levantar otro invento, sería algo completamente distinto, algo puramente recreativo y, muy probablemente, para mi simple y exclusiva satisfacción. Pero, a fecha de hoy, incluso eso lo veo lejano y cuesta arriba. Por decir que lo veo, vaya.

Desde luego, se acabó entrar en temáticas políticas aún entendidas en su más amplia acepción. Este país, de verdad, no vale la pena. Así que aire y que cada palo aguante su vela.

Como siempre, muchas gracias a todos por vuestra atención y, en su caso, por vuestra participación en los comentarios. Me remito a lo dicho en la despedida de «El Incordio».

Por ahí nos vemos.

29 de octubre de 2014

Transiciones

Ayer sostuve un microdebate con un seguidor de Twitter (nos seguimos mutuamente, vaya).

El contexto inmediato era la corrupción, pero el contexto general era, en cierto modo, qué habría que hacer para cambiar este país. Yo sostenía que un cambio sistémico: ya es sabido que sostengo que el últimamente llamado régimen del 78 está en pleno naufragio, un naufragio tan brutal que pocos restos podrán aprovecharse de él, por lo que soy partidario no de una reforma constitucional (eso sería ponerle paños calientes a esa triste Pepa putrefacta), cosa quizá posible hasta hace unos no muchos años, sino una nueva Constitución, una Constitución que tendría que plantear con ánimo no de perpetuidad -eso sería una estupidez- pero sí en el muy largo plazo qué diseño de país queremos. Y ello implica debates duros: la forma básica de Estado (lo de monarquía o república, para entendernos), la estructura territorial, los principios económicos y políticos, las libertades cívicas -con las tecnologías bien presentes-, la organización política y jurisdiccional y el etcétera que cabe suponer. Pero es que, además, habría de plantearse de forma tan clara que, salvando los mínimos interpretables inevitables en Derecho (el Derecho es un producto humano y, por tanto, imperfecto) no diera lugar al cutre espectáculo que hemos vivido con la actual que ha tenido ya no interpretaciones sino lecturas. Y no pocas, además. Lo cual constituye un cachondeo intolerable.

En fin, de todo esto habría que hablar como para escribir varios libros y ello aún antes de meternos en harina, pero me basta dejarlo así, no sin advertir que, además de lo anterior, el leit motiv de un nuevo texto constitucional habría de fortalecer la sociedad civil y hacerla efectivamente -no simbólicamente- partícipe de la vida política, más allá de votar cada cuatro años.

Reconozco que esto tiene un problema: ¿quién iba a redactar esta nueva Constitución? ¿Quién la iba a promover? ¿Quién la iba a negociar en representación de toda la ciudadanía? ¿Los políticos actuales, es decir, la Casta?

Mi contertulio, al que no conozco personalmente pero que imagino joven, planteaba unas alternativas muy difusas -y bastante temibles, a mi modo de ver, en aquello que no tienen de difuso- contenidas en la expresión «Derribo de un régimen, empoderamiento ciudadano y, entonces sí, proceso constituyente». Yo hubiera querido pedirle que me aclarara un poco más todo esto, pero, con la limitación de 140 caracteres de Twitter, debatir a fondo estos temas es demasiado. Porque en cualquier parte, pero sobre todo en España, lo de derribo de un régimen y empoderamiento ciudadano me suena a FAI que te cagas. Y que conste que el anarcosindicalismo -no la vacua acracia- no me resulta en absoluto antipático, por más que no acabo de verlo viable, pero algunos de sus planteamientos teóricos son muy apreciables y quizá todavía aprovechables. Algunos. El problema es que «derribo de un régimen y empoderamiento ciudadano» suena mucho a masas ácratas desencadenadas y ya sabemos lo que eso significa (y no sólo por la Historia de España). La acracia en la calle no ha sido nunca sino el prólogo del advenimiento de un salvapatrias que, con el pretexto de «poner orden», acaba imponiendo el suyo sin contestación posible.

Las revoluciones que acaban siguiendo su más o menos recta senda siempre han sido inspiradas y dirigidas por una élite: intelectual casi siempre y burguesa siempre, constatación que, de buen seguro, no le va a gustar nada a mi contertulio, pero ahí tiene el libro de Historia, una referencia frecuentemente olvidada. Que yo recuerde, no hay constancia en la Historia universal, de una revolución espontánea, con una dirección asamblearia o autogestionaria, que haya triunfado a medio o largo plazo. Ha habido, sí, algaradas, revueltas -masivas, incluso- espontáneas, pero o bien han acabado ahogadas en su propio desorden o en sus propias contradicciones o bien han sido reconducidas por minorías elitistas que, según el caso, las han llevado al éxito o al fracaso.

El régimen del 78 demostró, por otra parte, que una Casta puede, en determinadas circunstancias, alumbrar un proyecto nuevo, bueno y apasionante. Se dirá que de ahí salió el fiasco de ahora, pero la Pepa actual respondió, en un principio, a lo que podríamos considerar como proyecto nuevo, bueno y apasionante. Con sus defectos, claro. Algunos se vieron en aquel mismo momento, pero otros han tardado años en aparecer y son más debido al transcurso de esos años que a los intrínsecos de aquella (esta) Constitución. Uno de sus peores males ha estado, precisamente, en mantenerla sacralizada, evangélica e inamovible y mira como está ahora.

Con la transición, los partidos victoriosos en las elecciones (perfectamente democráticas, tengo que recordar) de junio de 1977 redactaron una constitución a su medida. Conviene recordar también, incidentalmente, que las elecciones de 1977 fueron posibles porque la Casta vigente hasta entonces -la franquista- accedió a la reforma política y que las instituciones franquistas se suicidaron y permitieron que el proceso democrático se llevara a cabo dentro de la legalidad (hubo que hacer algún encaje de bolillos jurídico pero, básicamente, fue un proceso plenamente legal). Después, los partidos políticos victoriosos resultaron unos perfectos sinvergüenzas que se repartieron el botín político de la España que nacía, es cierto, estableciendo un sistema de poder omnímodo para sí mismos. Pero quizá habrá que recordar que no se podía hacer mucho más al respecto con una sociedad civil prácticamente inexistente como tal, con una desorientación política absoluta y una falta de educación democrática total; si los partidos no hubieran podido tener un férreo control del acontecer político, la transición y, obviamente, España misma, hubiera acabado muy mal; tan mal como aparecería en nuestras peores pesadillas. Dicho de otra manera: el mal no estuvo, en aquel momento, en que los partidos se constituyeran en poder omnímodo sino en la felonía de los mismos. La Constitución de 1978 estuvo bien para los primeros diez años. El mal estuvo en los siguientes veintiséis años en los que la Casta, con el machito bien agarrado, se negó en redondo a la menor actualización de la Constitución -salvo en dos casos y uno de ellos más que lamentable, un verdadero ciudadanicidio- y se entregó a los abusos que hoy son públicos y notorios.

No se puede juzgar la transición con la vista puesta en 2014. En 1977, las cosas no eran tan fáciles ni tan reducibles al «blanco o negro».

Por lo mismo, pues, que hubo que organizar el tinglado del suicidio de las instituciones franquistas, que admitir a los factótums franquistas en el nuevo proyecto, que dictar una amnistía pensando más en ellos que en los otros (aunque todos se beneficiaron por igual de ella) sin la cual no hubiera sido posible seguir adelante, tendríamos que organizar algo parecido (efectivamente, una segunda transición, como decía mi contertulio) a partir de la Casta actual. Porque las rupturas sin alternativa inmediata de repuesto conducen al caos absoluto, al desorden total, y porque sólo a partir de la legalidad es posible construir civilizadamente. La ausencia de legalidad es, pura y simplemente, barbarie.

Es fácil caer en la tentación de decir que la legalidad es una mierda, es fácil caer en la demagogia de que la legalidad no puede estar por encima de los deseos del pueblo, como arguye ahora mismo el independentismo catalán y como han argüido siempre todos los redentorismos que han acabado con el país a tiro limpio. La legalidad puede tener todos los defectos que se quiera y más, ciertamente, pero sin ella... ¿quién se arroga la legitimidad? ¿Quién puede decir y con qué autoridad moral por dónde se ha de ir? ¿Quién se arroga representaciones y a través de qué mecanismos? (y que no me hablen de asambleas, por favor). Podemos -aunque a mí no me guste mucho, o prácticamente nada- es una muestra palpable de la posibilidad de reconducir radicalmente un estado de cosas por la vía de la legalidad; que yo sepa, Podemos actúa dentro de ella. Luego veremos lo que sabe hacer, si llega el caso, pero esa ya es otra cuestión. Pero Podemos, en todo caso -y si llega a triunfar plenamente- sería una excelente muestra de cómo descabalgar a la Casta democráticamente y en el estricto y más limpio cumplimiento de la ley. Y ojalá no suceda con Podemos, pero como muestra de lo que digo, es perfecto.

En la transición hubo mucha tinta negra, es cierto, y mucho papel corriendo por debajo de la mesa, también es verdad. Y mucho humo, y mucha luz de gas. ¿Podía haberse hecho mejor? Desde luego. Y en su día hubo mucha gente que clamó por que se hiciera mejor y planteó alternativas serias, estudiadas, y se hizo desde posiciones ideológicas distintas y, en ocasiones, diametralmente opuestas. Pero no tan mejor como ahora, treinta y seis años años después, pretenden algunos -generalmente menores de cuarenta años- en lo que a mí me parece un ejercicio de ignorante soberbia.

La transición con todos sus defectos, con todas sus lacras (pero las de entonces, no las de 2014) fue, si lo comparamos con sus posibles alternativas, un ejercicio de una asombrosa lucidez para haber sido hecha en España, en una España bastante negra forjada en tres ominosos cuartos de siglo.

La transición, hasta que venga alguien a demostrar lo contrario o a hacerlo mejor -cosa esta última que anhelo con impaciencia-, es la obra política más seria que ha parido este país en toda su Historia contemporánea. Ojo, que no es poco.

Y si a alguien le parece que, con esta opinión, escoro a la derecha, haré lo mismo que cuando alguien opina que escoro a la izquierda: desearle al opinante un feliz paseo por la sombra.

28 de octubre de 2014

El primo de Zumosol

Cuando uno entra en un conflicto, sea cual sea su intensidad (desde una guerra hasta una discusión vecinal), y en proporción a la misma, debe tener en cuenta, entre otros, un par de factores esenciales: uno, que es de cajón, medir bien la potencia del adversario o enemigo; otro, una vez iniciado el conflicto o en sus prolegómenos, no creerse jamás la propaganda, ni la del enemigo, ni menos aún la propia.

El independentismo catalán la ha pifiado en ambas.

El independentismo catalán ha vendido a sus acólitos que España es una nación de opereta (eso cuando no le ha negado redonda y directamente su cualidad de nación), cutre, folklórica, ridícula, miserable, arrastrada, maligna y demás. Bueno, eso puede formar parte de la propaganda de guerra. Hasta aquí -sólo hasta aquí- digamos que está bien.

Lo malo es que el independentismo catalán se lo ha creído. Y como se lo ha creído, se ha lanzado de cuernos contra el adversario. Y ya se está estrellando. Y aún no se la ha acabado de pegar del todo.

A España pueden caricaturizarla como quieran. Y es cierto que España tiene algunas particularidades ridiculizables, como las tiene cualquier país (Cataluña incluida, por cierto). Pero España es un país de la Unión Europea y es un país de los importantes; es su cuarta o quinta economía, el cuarto o quinto más poblado, el segundo o tercero más extenso. Dos de sus bancos, por ejemplo, están en lo más alto del listado europeo y en zonas asaz altas también en el mundial. Hay multinacionales españolas muy potentes, capaces de codearse tranquilamente con las más caracterizadas del mundo. Tiene una zona de influencia cultural y comercial (Hispanoamérica) vasta e importante. Su idioma común, el castellano, es la segunda lengua más hablada en el mundo, después del chino. Su ejército es pequeñito, aunque su Armada es también la tercera o cuarta más potente de la UE y su Fuerza Aérea por ahí se anda. Y he sido conservador en las comparaciones: seguramente me quedaré más corto que la realidad. Aunque España ha sufrido un severo declive en este ámbito, continúa siendo una de las potencias industriales del mundo, de las primeras en el grupo de los medianos. Sus índices de desarrollo la situan plenamente -pero plenamente, sin matiz alguno- en el primer mundo; y ahí seguirá porque la crisis actual, por más que realmente profunda y muy bestia, no durará ya mucho (otra cosa es lo que tardemos en levantar cabeza los ciudadanitos) y las cifras que han retrocedido volverán a estar en su lugar antes de transcurridos los próximos cinco o diez años.

Si le faltara Cataluña, Ex-paña sufriría un duro golpe: perdería el 18% de su población y el 20 o 22% de su economía; aún así el 80% restante, aunque algunos peldaños más abajo, seguiría siendo suficiente para constituir una potencia estimable.

Economía aparte, España tiene problemas estructurales importantes que hay que arreglar: una sociedad civil poco y mal articulada y un sistema político obsoleto y decadente que, al presente, se halla indudablemente en fase de descomposición, de hundimiento. Pero el país tiene energías sobradas para recomponer lo segundo y para entrar por el buen camino en lo primero y resolverlo a medio plazo.

Los independentistas, sin embargo, se han quedado con la charanga y pandereta, han tomado lo coyuntural por estructural o crónico (la crisis económica y, sobre todo, la política), han olvidado lo demás, y así les luce el pelo.

España tiene un servicio de inteligencia (el CNI) del que, con alguna frecuencia, sobre todo cuando trasciende alguna metedura de pata, nos reimos y lo asimilamos a la TIA, a Mortadelo y Filemón y a cualquier otra caricatura del imaginario ad hoc. Es cierto que no está -o no creo que esté- a la perfecta altura del SIS británico o del SDECE francés, pero tampoco se halla, ni mucho menos, a años luz de ambos: es una organización sólida, profesional, sus miembros (militares, en importante proporción) conocen su oficio y tienen muy claro a quién sirven (al Estado, por si las dudas).

Uno se pregunta cómo los estrategas del independentismo (si es que el independentismo tiene tal cosa) se han dejado deslumbrar por las tonterías de su propia propaganda y no han tenido en cuenta factores como los antedichos. Porque lo cierto es que, tan pronto se han enfrentado al Estado español, han empezado a recibir tortas como si no tuvieran bastantes carrillos. Y encima se quejan.

Cuando estalló el escándalo Pujol (Oriol), ya hubo quien torció la nariz y empezó a olerse la intervención de los servicios gubernamentales españoles como represalia (o como contraataque) al desafío independentista. Esta sospecha -acaso no infundada- se convirtió para muchos en constatación cuando estalló el pasado julio es escándalo Pujol (Jordi, padre) y se convierte en algo de cajón al estallar hace poco el escándalo Pujol (Oleguer). Y muchos se barruntan que el que puede ser el próximo escándalo catalán (Trias) tenga el mismo origen y la misma causa. Y desde hace tiempo hay rumores sobre Mas y una confesa cuenta en Suiza de presunta titularidad paterna. Ya gestionará Mas sus propias tranquilidades e intranquilidades, pero yo no las tendría todas.

¿Y qué esperaban? ¿Esperaban que un Estado puesto ante un conflicto no fuera a reaccionar? Sí, Rajoy es un mindundi lamentable, pero Rajoy no es el Estado: Rajoy es una parte del mismo. Y el Estado tiene recursos e iniciativa propia más que sobrados para reaccionar -y reaccionar muy duramente- aunque el presidente del Gobierno sea un pobre pisacharcos.

No voy a aplaudir -en términos éticos- que un estado se reserve una información de interés público y que encierra la posible comisión de graves delitos financieros para utilizarla como chantaje o como forma de amordazar al enemigo, pero las cosas, en la política, en la guerra, en el mundo de la inteligencia, funcionan así y quien lo ignore y crea que la ética puede ser una barrera para un estado puesto en cuestión es, simplemente, imbécil. Y averigua qué más tendrán guardado todavía.

Ahora -ayer- el Gobierno ha anunciado que impugnará el botifarrèndum del famoso 9-N. Yo creo que comete un error porque eso es darle importancia a lo que no es sino una charlotada que mueve más al cachondeo que a otra cosa, aparte de que su valor político -ya pueden vestir a la mona como quieran- hubiera sido igual a cero. Pero, bien, así están las cosas.

ERC, Junqueras y sus llantos radiofónicos claman por lo que se ha dado en adornar con el acrónimo de DUE, es decir, la declaración unilateral de independencia. Y yo me pregunto... ¿cómo la escenifican, esa DUE? ¿Irán los Mossos d'Esquadra a tomar el aeropuerto, por ejemplo? ¿Y qué ocurrirá -porque ocurrirá, si llega el caso- cuando la Guardia Civil los barra de allí con mejores o peores modos? ¿Echarán a los catalanes a la calle a luchar contra las fuerzas del Estado opresor? ¿A cuántos catalanes?

Me parece que no han diagnosticado muy bien el panorama. Una cosa es conseguir que unos centenares de miles de ciudadanos se echen a la calle a celebrar un happening de tanto alivio para su cabreo y otra muy distinta es una revuelta callejera en serio. Me parece que esto es mucho esperar de una ciudadanía incapaz, en su aburguesada molicie, de sacrificar siquiera una mínima parte de su comodidad en un boicot con el que defenderse de los abusos cotidianos con que le putean (el Gobierno español... y también -y no poco- el catalán). Las «Vs» y las «cadenas» me recuerdan mucho a aquellos números que montaba Juan Pablo II, que llenaba estadios y praderas con decenas ¡centenares! de miles de jóvenes, con mucha guitarra y mucho kumbayà, pero después era incapaz de meterlos en una iglesia.

En otras tristes palabras (me revienta mucho aludir a aquella época, pero la Historia es implacable): si llegaran a su DUE, demostrarían no haber aprendido nada de 1934. Y terminarían, seguramente, de parecida forma.

Este fin de semana, leía que, con ocasión del partido de fútbol entre el Barcelona y el Madrid, Florentino Pérez et alter habían convocado una cena de empresarios -de empresarios potentes- de toda laya regional -catalana incluida, y no precisamente en último lugar- para, escondidos tras el pretexto del partido, reunirse y analizar el desafío independentista y estudiar el mapa político electoral catalán previsible tras las elecciones, primeramente, municipales. Bueno, dicho sin tanto rocambole y en plata, cómo podrían evitar la toma del poder real en Cataluña por parte de ERC, perspectiva que les tiene aterrorizados. Yo, de ERC, me preocuparía, y mucho, si tuviera a ese gremio enfrente, pero allá ellos. Pero pueden seguir en su ensoñación de sus mundos de Yupi.

O, a lo mejor, lo que pretenden es otro 1714 -incluida la falsificación de lo que realmente ocurrió en 1714- para tirar trescientos años más con la llorera y el espanyaensroba.

Pues que les aproveche.

13 de octubre de 2014

Las cifras de la hispanidad

Es la hora de los números. Me refiero, casi huelga decirlo, a la manifestación hispanista de ayer en la plaza de Catalunya, en Barcelona.

Yo no pude acudir -bien que lo sentí- por causa de mi lesión. Todavía estoy lejos de hallarme en condiciones de estar de pie mucho rato y menos aún de caminar más allá de unas pocas decenas de metros de una sentada, así que una manifestación, por más tranquila y festiva que fuera -como, efectivamente, fue la que nos ocupa-, es algo hoy todavía impensable para mí. Pero sí fueron mis hijas, y sí fueron varios amigos míos, entre ellos gente centrada, de la que no se deja llevar por la euforia ni por la manipulación numérica. Las impresiones de estos amigos y de mis hijas son unánimes: más o menos -millar arriba, millar abajo- la misma cantidad de gente que el año pasado. Unos y otras, repito, son de mi absoluta confianza en el ámbito del que hablamos.

Sorprendentemente, la Guàrdia Urbana, que el año pasado cifró la concurrencia en 30.000 personas, este año la elevó en una proporción importante: 38.000 (casi un 25% más), lo que significa que, en esta ocasión, o bien ha exagerado (si utilizó los mismos criterios de cuantificación del año pasado) o bien los ajustaría un poco, dado que el año pasado se quedó excesivamente corta, y los ha acercado más a la realidad. No lo sé.

En cuanto a los media, me quedo con dos titulares: el de «El Periódico», «El 12-O se estanca» y ¡atención! el de «Vilaweb», «Societat Civil Catalana, PP i C's fracassen en l'intent de mobilitzar l'unionisme». Vilaweb, sectario, como siempre, cuando trata del hispanismo, ha tenido con este titular un patinazo porque, sin quererlo -sin quererlo, en absoluto-, ha dicho una gran verdad implícita: ayer, en la plaza de Catalunya no estaba ni mucho menos todo el hispanismo (evidentemente, lo que pretendía Vilaweb era decir que el hispanismo -unionismo, lo llaman ellos- no da para más, pero esta vez la han pifiado solitos).

Efectivamente: el 12-O se estanca y SCC, PP y C's fracasan en el intento de movilizar al hispanismo. Y, efectivamente (y esta es la cuestión), todo el hispanismo de izquierdas, temeroso y desorientado y yo me atrevería a decir que mayoritario (pura percepción sin prueba de constatación alguna más allá de las cifras electorales desde hace treinta años), se quedó en casa.

¿Por qué se quedó en casa? Lo he dicho: por una parte, temeroso. Temeroso de encontrarse con una fiesta de la derecha y de sus sectores acaso más cavernícolas. Y es un temor fundado. Yo mismo, siempre que voy a estas movidas, me encuentro identificado con la gente que acude en el hispanismo propiamente dicho, pero, generalmente, en nada más. Con algunas excepciones, que afortunadamente las hay y no cuesta mucho encontrarlas, la mayoría de la gente proviene de sectores -ideológicos o sociológicos- del clericalismo más cerril, del españolarrismo más ciego o de ámbitos de la derecha más europeizados, más liberales, pero derecha a fin de cuentas. En el fondo, es curioso constatarlo, la perfecta simetría de los otros, de los independentistas que, por su parte, pero en el otro extremo, cojean de lo mismo.

Por otra parte, el hispanismo de izquierdas sufre de una tremenda desorientación. Una, inmediata, la muy confusa y bamboleante posición del PSC que, por más que de cuando en cuando salga por la petenera federalista, nadie -yo creo que ya ni los suyos propios- sabe a qué está jugando; o, bueno, la izquierda de la señorita Pepis, ya sabéis de quién hablo, tan bamboleante o más que los socialistas, pero en plan la puntita nada más, aunque con lo de esos ya cabe contar, no sorprende tanto como en el caso del PSC. Y otra, mediata, más de fondo, que es, efectivamente, histórica. Y esta es grave, muy grave.

Hay una característica muy particular en los conflictos civiles españoles: negar la españolidad al del bando contrario. Evidentemente, este sentimiento se exacerbó brutalmente en la última guerra incivil, por lo de siempre (la justificación de que no es una guerra entre hermanos sino contra diablos, contra herejes, o contra lo que sea, que no son ni pueden ser españoles) pero, además, por la particular circunstancia histórica de que un importante sector del bando perdedor se dedicó a hacer el imbécil gritando «¡Viva Rusia!» y llenándose de iconografía soviética (Lenin y Stalin; curiosamente, Marx salía más bien poco o, en todo caso, mucho menos), aparte de toda la coreografía de Internacionales diversas (cada facción tenía la suya), con lo cual cedieron alegremente la hispanidad al bando opuesto. Que, loco de euforia, se la apropió no menos alegremente.

El franquismo llevó al último extremo esta negación de la hispanidad del enemigo y la rotunda e inapelable afirmación de la propia, y lo del último extremo llega a lo cronológico, es decir, hasta el último momento. Recordemos el testamento político de Franco: «Creo y deseo no haber tenido otros [enemigos] que aquellos que lo fueron de España». O sea, sus enemigos eran enemigos de España ¿de qué otro modo podría ser sino?

La izquierda pudo aprovechar la transición para reivindicar como suya -no como exclusivamente suya, sino compartida con todo el pueblo español- esa hispanidad. Pero no. En lugar de eso, se alejó más todavía de ella, también consideró, a su vez, que la hispanidad, el hispanismo, eran cosas del franquismo. Nunca se vio una bandera española en un acto del PSOE o del PCE; mientras que, al contrario, se prodigaban -en una apropiación indecente y, desde luego, formalmente exagerada- en todos los actos y manifestaciones de la derecha. La idea, pues, quedó implantada en ambos bandos: para unos, el hispanismo, los símbolos nacionales, son fachas; para otros, sólo se puede ser español si se es de derechas: ¿cómo va a ser español un ateo, un comunista, un socialista, un republicano? ¡Jamás!

Ahora ha venido el independentismo y ha puesto en jaque a la entera hispanidad de todos: de derechas, de izquierdas, de centro y de p'adentro. El independentismo no discrimina: en el fondo, tan repugnante le resulta la España de derechas como la España de izquierdas. Y la España de izquierdas se encuentra patidifusa y sin saber qué hacer. Por un lado, se rebela contra el independentismo (como es lógico); por otra, le han enseñado que la bandera española, el concepto de Hispanidad, el hispanismo como actitud, son cosa de fachas. Se convoca un acto -importante, en fecha importante y en circunstancias históricas importantes- de reivindicación de lo hispano, de reclamación de la unidad contra el independentismo, ve que lo convocan varias entidades y lo apoyan los partidos de la derecha, mira a sus propios partidos y... no obtiene respuesta (el PSC, habiendo sido invitado, rehusó formal y expeditivamente participar en él). Rechazando a la derecha y rechazado por la derecha, el español de izquierdas se queda en casa, como he dicho, temeroso y desorientado.

Por eso tiene razón «Vilaweb» en su literalidad: SCC, PP y C's fracasaron ayer en el intento de movilizar al hispanismo. Y por eso tiene razón el titural de «El Periódico»: el 12-O se estanca. El hispanismo de derechas y el muy minoritario hispanismo de los que, por encima de la repulsión hacia o no comunión con la derecha, pensamos que España es lo primero, no damos ya para más. Ahí estamos todos, hemos alcanzado la cima numérica y nunca pasaremos de llenar la plaza de Catalunya. Si se le quiere dar un golpe numérico al independentismo, hay que movilizar a esa izquierda hispana, que existe y que es numerosísima; sabemos que lo es y sabemos dónde está, no le hacen falta autocares que recorran centenares de kilómetros: puede venir en metro.

Pero es un trabajo arduo que requiere la renuncia y la generosidad de amplias capas que, por negligencia o por ignorancia, no son capaces de llevarlo adelante. Y, suponiendo que se pusieran a ello, tardarían años en conseguirlo.

Si algún día el independentismo llegara a lograr sus fines -no será ahora, desde luego, pero nunca se sabe y el futuro es muy largo- mediten tanto las derechas como las izquierdas su parte de culpa, que es la misma. Y que, como queda dicho, es gravísima.

9 de octubre de 2014

Un punto final que no termina nada

El lío en el que está metido Artur Mas es de campeonato, enorme. Lo grande, claro, es que se lo ha buscado él sólo. Y a sabiendas: no creo que los que desde hace muchísimos meses veíamos venir este follón -que no callejón- sin salida, seamos más listos que él. Siempre he creído que cuando metió la pata adelantando las elecciones para tratar de capitalizar la oleada independentista (que ya a priori fue un error tan evidente que lo percibimos muchísimos) y ante los resultados de aquellos comicios, debió dimitir: un fracaso así no permite la continuidad política. Dimitir entonces hubiera sido mucho más elegante que el triste y cutre entierro político (porque, morir, ya hace dos años que murió) que le espera ahora.

Con respecto a Rajoy, tengo ideas -más que sentimientos- encontradas. Lo he dicho muchas veces: por una parte, guardar silencio más allá del enroque en la ley y dejar que Mas et alter se den el porrazo solitos, ha sido una táctica eficaz, como ya es notorio, y que, además, salvaguarda un principio: el presidente legítimo de una nación no debe responder a un envite (a una embestida, más bien) absolutamente ilegal. Simplemente, no procede. Lo que ocurre es que la naturaleza del envite (o de la embestida, insisto) no hace políticamente inteligente -al contrario- esa actitud: se está impugnando la unidad nacional y se está haciendo desde unos sentimientos -en absoluto desde una razón- muy bien cultivados durante treinta años y abonados con una crisis que ha llevado a unos a la desesperación y a otros a la desesperanza. Ante eso, hay que dar una respuesta, hay que ofrecer una alternativa. Los que saben de ajedrez, no ignoran que una defensa siciliana es férrea y muy eficaz, pero que, por sí misma, no gana la partida y que, si no hay una táctica de ataque, la defensa acaba siempre siendo, a la postre, derribada. Rajoy y su banda de tecnócratas ultraliberales no ha sabido ofrecer esa alternativa, dotar de contenido político a su cerrojazo. Que es el problema -uno de los problemas- de futuro del Gobierno de Rajoy: la tecnocracia, sin contenido político, carece de continuidad.

El problema que se ha generado en Cataluña se va, pues, resolviendo. Quizá quede aún un largo período de fuerte estruendo del batir de olas contra los escollos, pero ya está claro que ni los escollos se van a mover ni las olas van a inundar el paseo marítimo (a lo sumo, lo mojarán un poco): no va a haber consulta, no va a haber elecciones plebiscitarias y Rajoy no parece dispuesto a consentir ni siquiera un numerito próximo a lo circense tipo lo de Arenys de Munt. Punto final.

Perdón... ¿punto final?

No, en absoluto. Quedan aún -quizá sumergidos, invisibles, pero ciertos- muchos problemas sin resolver. El sentimiento sigue ahí. Y el sentimiento no es solamente el independentismo puro y duro sino el desarraigo hispánico de mucha gente que no es independentista -porque no le ve el qué a la independencia- pero que, de hecho, tampoco siente ninguna vinculación con la idea de España. Es unitarista por puro sentido práctico; pero si el sentido práctico llega a cambiar de orientación, no le dolerán prendas en militar en el independentismo.

Queda, claro está, el independentismo puro y duro que, aunque minoritario (vuelvo a repetir por enésima que su mejor techo electoral en circunstancias más o menos normales nunca alcanzó el 20%) sí tiene -como se ha visto- una enorme capacidad de activismo y una cierta cuota en el pastel de la sociedad civil y, por ello, una cierta capacidad de financiación. Es verdad que para la asonada que ahora empieza a terminar ha contado con recursos públicos abundantes -en especie y en metálico-, pero su capacidad de maniobra financiera en circunstancias normales no es desdeñable. Tiene, además, perspectiva de crecimiento, por lo que sigue...

Quedan las generaciones futuras. Hemos podido constatar, con el meneo que hemos sufrido, que la zapa ideológica que se ha practicado en la escuela de Cataluña en los últimos treinta años ha dado excelentes resultados: se ha conseguido que importantes proporciones de la población menor de 40 años pertenezca a uno de los dos grupos expuestos dos párrafos más arriba y, por tanto, la población independentista o utilitario-unitarista aumentará e irá ocupando cada vez más amplias cuotas de la sociedad y del poder, en tanto que la población hispanista, falta de referencias en la propia Cataluña, irá descendiendo progresivamente. Tenemos, pues, un problema en la escuela catalana que hay que resolver. ¿Cómo? No lo sé, la verdad, no tengo pócimas amarillas para todo. Pero el problema está ahí y hay que afrontarlo. «Afrontar», por cierto, viene de hacer frente, aviso, no es ignorarlo y dejar que vaya pasando; no es ponerse de culo ante el problema.

Queda un problema politico muy gordo que, ese sí, se lo han buscado los independentistas y tendrán que resolver ellos. Muerta la vía directa, el nacionalismo buscará, lógicamente, la negociación y la obtención de retribución entrando en una futura reforma constitucional (no sé si muy lejana o muy inmediata, pero que yo doy por segura). Aquí nos planteamos dos derivaciones del problema; una, de menor cuantía: ¿hay que premiar con mayores ventajas competenciales y económicas la intentona separatista? Y otra que es verdaderamente importante: ¿dónde está el punto límite de satisfacción de los nacionalistas? ¿Y qué credibilidad tienen en una negociación, en un consenso constitucional? Porque hemos visto con qué habilidad -pese a ser un concepto absolutamente cutre y salchichero- han vendido que la ley no puede estar por encima de los deseos del pueblo. ¿Qué ley se puede pactar con quienes pasan de ella a su conveniencia con una demagogia de andar por casa y mediante falacias de colegial que, pese a todo, logran que esa demagogia sea operativa?

Esto sí que lo veo gravísimo y difícil de solucionar: lo del premio se arregla con generosidad, pero la credibilidad en la negociación de las leyes es un escollo muy difícil de remover. Se pacte lo que se pacte (estado autonómico con más competencias, mejor financiación, estado federal, estado sinfederal...) da lo mismo: el nacionalismo jamás quedará saciado y el independentismo, cuando le convenga, tirará del comodín de impugnar la ley ante los deseos del pueblo. Es absurdo, pero ya hemos visto cómo lo hacen funcionar con un mantra tan simple como estúpido, si bien se mira: volem votar.

Demasiado arroz para tan poco, insípido y pasado pollo como son Rajoy y su banda. Y lo malo es que tampoco se ve mucha ave en los demás partidos, envueltos prácticamente todos ellos (y sin olvidar a los sindicatos) en la corrupción sistémica que nos aqueja. El Régimen del 78 ha perecido ahogado en sobres, cuñados, tresporcientos, tarjetas negras, andorras, Jaguares modelo Lourdes (o sea, que aparecen inopinadamente en un garage), palaus, EREs y demás especialidades. La habilidad del independentismo catalán ha estado en cantar las cuarenta en este ambiente de corrupción y de naufragio (aunque en sus propias filas no hayan faltado muestras ilustres de eso mismo). ETA intentó el separatismo armado y causó mucho dolor, pero chocó contra un Estado fuerte, políticamente bien fundamentado, y se estrelló rompiéndose en mil pedazos. El separatismo catalán ha sido más cuco: ha aprovechado el momento en que la cimentación política del Estado está prácticamente liquidada, corroída en sus propias cepas. Su «Ara o mai» es tan ilustrativo como cierto. No lo ha conseguido pero, al contrario que el independentismo vasco, se ha mantenido incólume y aún fortalecido. Si el Estado no se rearma políticamente más pronto que tarde, la próxima intentona no tardará en llegar. Y será más dura y más peligrosa.

Urge una nueva Constitución o de esta no salimos.

25 de septiembre de 2014

Protección ¿de qué datos?

Llevo ya tiempo constatando que todo el tinglado legal montado alrededor de la protección de datos, del derecho a la intimidad y todo el resto de la tabarra, sólo ha servido para dificultarle la vida aún más al ciudadano, para burocratizar estúpida e innecesariamente aspectos que, ya de por sí, estaban excesivamente burocratizados. Por supuesto, sin la contrapartida de una verdadera protección de nuestros datos ni de la firme custodia de nuestro derecho a la intimidad. Desde la simple -pero engorrosa- molestia del dichoso aviso de las cookies cada vez que entras en una página más o menos comercial de la red, hasta agresiones flagrantes e impunes -cuando no con bendición gubernamental- como, a modo de simples ejemplos, el hecho de que en Cataluña se estén vendiendo desde la sanidad pública a corporaciones privadas datos sanitarios de los ciudadanos o que grandes superficies intercepten, sin que nadie les diga nada, lo que se hace con y desde nuestros móviles y nuestras propias conexiones en su área de influencia.

Concreta y habitualmente sufro este problema en mi trabajo y suerte que los compañeros de los servicios de personal intentan que el problema no lo sea o no lo sea tanto. Un ejemplo concreto y relativamente habitual: tanto mi abuelo paterno como mi padre fallecieron -cada cual en su día, obviamente- a consecuencia de un cáncer de colon. A causa de esto -el cáncer de colon tiene o puede tener un importante componente hereditario- cada par de años me realizan una colonoscopia. La colonoscopia, entre la prueba propiamente dicha y la reanimación, dura una hora u hora y media, aunque, como has sido objeto de una sedación, sales -según el día- o cascado o colocado o ambas cosas y así estás durante algunas horas. No son muchas, pero basta que sean dos o tres para que lo que quede de ese día esté liquidado en términos laborales, a no ser que te la hagan muy a primera hora, en cuyo caso quizá puedas aprovechar la tarde. Pero es que, además, antes de la colonoscopia (generalmente la mañana antes o la tarde antes) hay que... en fin, prepararse, ya me entendéis, lo cual sí que imposibilita de todo punto acudir al trabajo. En definitiva, sumada una cosa con otra, es un día entero de ausencia laboral (lo que muchos empresarios, impropia y canallescamente llaman absentismo), ausencia laboral que, obviamente, hay que justificar. Y a eso quería yo llegar.

Se pide en el servicio correspondiente el justificante. Y el justificante solamente dice que el señor Cuchí ha acudido tal día y a tal hora para hacerse una prueba.

- Oiga ¿no podrían especificar que ha sido este tipo de prueba?
- No señor, no podemos: normas de privacidad
- Bueno, ya, pero comprenda que este justificante, en su estricta literalidad, puede referirse lo mismo a una colonoscopia que a una radiografía o una extracción de sangre para un análisis. Y no son lo mismo, en términos de ausencia laboral.
- Pues lo siento, pero las normas son así y no puedo hacer nada más.

Afortunadamente, como he dicho, en el Servicio de Personal del Departamento en el que presto servicios nunca me han puesto pegas. Incluso en cierta ocasión que escribí de mi puño y letra en el justificante que la tal prueba había sido una colonoscopia, me lo devolvieron diciendo que los motivos no interesan por cuestiones de privacidad (digo yo que soy el único amo de mi privacidad ¿no? Pues se ve que no). Pero imaginad -y no cuesta nada imaginar- a cualquiera de los empresarios negreros que tanto abundan o de un responsable de recursos humanos mala bestia de una empresa -pájaro también abundante- o, simplemente, que cualquier día llegue a mi departamento un secretario general también en plan intransigente... ¿qué se hace, entonces?

Llega constantemente a mi casa publicidad no deseada en formato de papel, a mi nombre o al de alguien de mi familia; no digo nada ya del correo electrónico; me llaman por teléfono catorce mil individuos con mil acentos diferentes que parecen conocer al dedillo mi vida y milagros en materia de telecomunicación. Y ojo: soy de los que toman precauciones, dentro de lo razonable (ir de paranoico por la vida termina convirtiéndote en paranoico de veras). Constantemente leemos en los periódicos y en la Red que X centenares de miles de contraseñas han sido robadas a tal servicio, que circulan decenas de fotos de desnudos de señoras que no querían que circularan sus fotos desnudas. Parece que cualquier imbécil que disponga de tiempo puede clonar a cualquier usuario de una red social que le apetezca. Los padres están preocupadísimos (bueno, los que se preocupan, que no sé yo si llegarán a ser la mayoría) por las trapazadas que pueden jugarles a sus hijos en la red. Excuso decir los incidentes que constantemente sufrimos los fotógrafos aficionados. Y podría seguir llenando decenas de líneas con ejemplos.

Y nada, absolutamente nada de esto se ve evitado ni paliado por una farragosa legislación de [teórica] protección de datos y de protección de la privacidad y la intimidad que el ciudadano honrado y común sólo ve realmente cuando se la echan encima para complicarle la vida.

En definitiva, otra tomadura de pelo al sufrido españolito, al que se zancadillea una y otra vez, sin que sus datos, su privacidad y su intimidad tengan, en la palpable realidad, la menor protección.

23 de septiembre de 2014

Abortando el aborto

Muy bien, la ley del aborto no se toca y sólo se modificará -muy razonablemente, a mi modo de ver- la libertad de abortar sin conocimiento -y, por tanto sin autorización- de los padres a las mujeres de 16 y 17 años, obligando nuevamente a esa autorización (y, por tanto, a ese conocimiento). Yo lo siento, pero o se tiene mayor edad o no se tiene y antes de los 18, ni se vota, ni se aborta (esto último, con la excepción del consentimiento paterno). Si se quiere una mayoría de edad progresiva, me parece muy bien, estoy muy de acuerdo: puede empezar -por partes, insisto- a los 15 y terminar a los 21 (que es cuando realmente se empieza a ser mayor de edad), pero no por vía de atajos. Como casi siempre, en los últimos tiempos, el remedio pasa por una reforma constitucional.

Pero, volviendo a la cuestión, hay un problema que la ley del aborto actual no soluciona; tampoco creo que lo agrave demasiado, pero no lo soluciona: 140.000 abortos anuales en España.

Esto no puede ser. El aborto plantea cuestiones éticas aún no resueltas y, sobre todo, es una gran putada para la mujer a la que le toca abortar. No se trata de restringirlo por ley (sabemos, además, que eso no lleva a nada) sino de erradicar las causas que llevan a él. ¿Cuáles son? Pues no lo sé muy bien, aunque alguna idea me parece que tengo y luego la expondré. Uno diría -diría, insisto- que la información contraceptiva que se imparte en este país es parca y cutre, pero suficiente como para que, en general, se tomen medidas de seguridad operativas. Ni puede ser que 140.000 abortos respondan a 140.000 fallos de contracepción, ni puede ser -si es el caso y tiene muchas pintas de serlo ocasionalmente- que el aborto sea un contraceptivo más o menos extremo. El aborto debería ser un último recurso cuando han fallado muchos otros, pero no un recurso que por más que, como digo, extremo, resulte natural, cotidiano.

Todas las cosas tienen un origen y unas causas. Lo primero que hay que preguntarse es: ¿por qué quedó embarazada la mujer que aborta? Admito casuísticas como violaciones, momentos de irreflexión (una borrachera, un no haremos penetración que luego se escapa de control...), un fallo en el sistema contraceptivo... Pero... ¿todas estas casuísticas conducen a 140.000 abortos anuales? Francamente, me niego a creerlo.

Pienso muchas veces en otra posibilidad: el embarazo deseado con arrepentimiento sobrevenido posterior; arrepentimiento que, para este caso, habrá que estimar causado por circunstancias externas que han modificado el proyecto de vida de la embarazada (tampoco doy por numéricamente importante el arrepentimiento espontáneo). El despido, el desahucio, el empresario tolerante que vende su empresa a otra mucho menos tolerante con las bajas por maternidad, el abandono del hombre y todo un etcétera de casuísticas, por frecuentes, fáciles de intuir.

No tengo datos objetivos ni estadísticas ni nada, pero veo racional estimar que la mayoría de esos 140.000 abortos proceden de embarazos inicialmente deseados que se han trocado en arrepentimiento debido a un cambio en el proyecto de vida de la mujer.

Lo que nos llevaría a los siguiente: el aborto no es un problema de mi coño es mío ni de dispersar incienso purificador. Ni las vaginas de titularidad registrada ni el botafumeiro a todo trapo van a resolver este problema, cosa que es una obviedad si miramos la historia reciente de la sociedad española en la que, en 30 años, el aborto ha pasado de estar perseguido a ser prácticamente libre transitando por no sé cuántos pasos intermedios: y las cifras que utilizan tanto unos para el como otros para el NO han variado relativamente poco. Y aunque hubieran variado a la baja: siguen siendo altísimas.

Estamos, por tanto, y como casi siempre, ante un problema cultural, estamos ante un problema de correcta integración de la mujer en el mundo del trabajo, en la sociedad en general. Que con catorce años de siglo XXI, en España, aún haya mujeres que cobren menos que un hombre por igual jornada y el mismo trabajo es demencial; que aún haya empresarios feudales que grapen un despido a un parte de baja (¡y no les pase nada!)... Son cosas que claman justicia. Como clama justicia no la cantidad de mujeres agredidas que mueren sino, peor aún, las que no mueren y aguantan años y años, calladas y muertas de miedo, sevicias físicas y psicológicas (que, frecuentemente, suelen ser peores) o que haya mujeres tratadas como un trapo... ¡y ni siquiera sean conscientes de ese trato!

Quizá hayamos de girar la brújula y reorientar la solidaridad sindical: pasarla de la de clase a la de sexo. Pero claro, esto requiere dos cosas: una, que los hombres cambiemos de mentalidad y, otra, que los sindicatos lo sean de verdad, no como esto que hay ahora.

La solución al aborto, es decir, que el número de abortos se reduzca drásticamente no por prohibición sino por falta de necesidad, no es cuestión que vaya a arreglar ni la Conferencia Episcopal ni el Ministerio de Justicia. Lo puede y debe arreglar -si no salimos de lo administrativo- el Ministerio de Trabajo. O el de Economía.

O, simplemente, la justicia (sin ministerio).

21 de septiembre de 2014

¿Alemania es culpable?

Aunque el fraude nacionalista es la cimentación intelectual de los procesos que están viviendo Escocia (donde el subidón ha terminado y el soufflé ha bajado casi del todo) y Cataluña (aún pendiente de llegar a su punto álgido) tienen orígenes muy concretos e inmediatos: el hartazgo ante una clase política y la desesperación ante una política que se ha cargado más de cuarenta años de estado del bienestar. Cameron y sus torys y Rajoy y sus ultraliberales de horca y cuchillo están en el penúltimo escalón que ha llevado a Escocia y a Cataluña a la ira independentista.

Parece que esta es la lectura que se está empezando a hacer ahora, sobre todo mirando a Escocia, donde, calmadas las aguas, los daños pueden empezar a ser evaluados desde el sosiego. Pero, dicho sea con toda modestia, hace más de un año que esto lo vengo diciendo yo: no hay más que ir hacia atrás en la serie Suspiros de España de este mismo blog para constatarlo.

La ciudadanía de Escocia y Cataluña, en su desesperación, encontró el agujero de la independencia y, oye, mira, de perdidos al río. Otros desesperados no tienen ese agujero y por eso se inventó Podemos (ilustrativamente, Podemos no tiene tanto predicamento en Cataluña como en otras zonas de España y, probablemente, se vestirá o aliará con la marca autóctona Guanyem). Sólo esto puede explicar que el independentismo, cuyo techo más triunfal no había pasado jamás del 20 por 100 en momentos de vorágine -ordinariamente oscilaba entre el 15 y el 18 por 100- alcance ahora las cotas que le dan las encuestas. Si creemos las encuestas, claro: las cifras que he dado yo (de memoria, eso sí) proceden de elecciones anteriores al 2010 y en relación al voto emitido. Pero, con las encuestas más o menos manipuladas o no o todo lo que se quiera, sería del todo infantil negar que el independentismo, el neoindependentismo, mejor dicho, ha crecido exponencialmente en muy pocos años. Por ello no sorprende que las señoras estas que dirigen el cotarro aquí hayan lanzado su particular «¡No pasarán!» con la consigna «¡Ara o mai!» («ahora o nunca»). Ya lo pueden decir, ya: si la unidad de España sale viva de esta, el independentismo va a tardar muchos años en estar en condiciones de montar otra zalagarda como la actual, aunque indudablemente seguirá presente en la vida política catalana (y española) y seguramente con un cierta fuerza (mayor, desde luego, de la que tenía antes). Que me da la impresión que es, en el fondo, lo que verdaderamente se pretendía.

Veo, pues, que unos cuantos plumillas son -como yo- de la opinión de que una vez apartados de en medio los ultraliberales y sus políticas antisociales, las aguas del independentismo, aunque crecidas ya de manera permanente, volverán a su cauce. Y que nadie se haga ilusiones: el independentismo (en Cataluña, como en el País Vasco, en Escocia, en la Bélgica flamenca, en Córcega y en algunos lugares más) no desaparecerá sino tras un largo proceso de alcance histórico de transformación de Europa, transformación que habría de alcanzar a la concepción misma del continente. Así que, si se quiere acabar con el independentismo, habrá que ir enterrando definitivamente a De Gaulle y empezar a modelar una Europa en el que los actuales estados y naciones vayan perdiendo vigor en favor del hecho común, comoquiera que se articule políticamente.

Siendo esta la causa del estallido nacionalista, está claro que si Cameron y Rajoy son los penúltimos peldaños, tiene que haber un último: la canciller Merkel, a mi modo de ver una condottiera liberal en la misma medida en que lo fue Margaret Thatcher (a su semejanza, aunque no tanto, quizá, a su imagen) y sus políticas llevadas a efecto treinta años después. Las postración a la que ha sometido a Europa a beneficio de su propio nacionalismo germánico y, sobre todo, a los intereses de los bancos alemanes, causantes de la burbuja que nos llevó a todos a la ruina, al inundar Europa de dinero fácil para reclamarlo perentoriamente después, cuando ya el dinero era difícil y caro. Un negocio redondo. Pero es que, además, las propia clase media alemana ha sufrido también, quizá en distinta medida, los recortes y la brutalidad que han padecido las clases medias de la Europa del Sur y -ahora se está viendo también- de Francia y algún otro país (aparte de los antiguos de la órbita soviética).

Puede parecer esto llevar las cosas muy lejos, pero si se quiere una pluma de alcurnia que venga en coincidir -al menos, en uno de los penúltimos escalones citados- puede leerse este artículo de Pedro J. Ramírez en «El Mundo», del cual subrayo este párrafo (que es el que interesa a los efectos de este post): «Lo peor en la guerra es equivocarte de adversario. Es cierto que el PP, y en menor medida el PSOE, también están contra el separatismo, pero, según me ha contado el arponero, ha sido su usurpación de los derechos de participación política de los ciudadanos -el rapto de la bella Helena- y su negativa a devolverlos lo que en definitiva ha alimentado la infección que padecéis». Blanco y en botella.

Los daños han sido grandes. Pero los daños de la intentona nacionalista -que, en Cataluña, aún está pendiente de culminar y de resultado incierto, en términos de fractura social- no son sino una consecuencia de los daños aún mayores de una política enloquecida, de un atraco -materialmente- a toda una ciudadanía y de una cesión del poder y de la iniciativa política a las grandes corporaciones financieras.

Es inútil intentar curar los daños del famoso órdago separatista si no se curan primero los que han llevado a él.

15 de septiembre de 2014

Picapedreros

Desde Maquiavelo hasta Churchill, pasando por Talleyrand y por tantos otros, uno, lectura a lectura, concluye necesariamente que la política es un arte; un arte, además, parecido a la relojería, un mecanismo sumamente complejo lleno de piezas pequeñas, aunque las más vistosas sean las grandes, las que se perciben desde el exterior, las que no hace falta ser relojero para apreciar.

En todos los políticos que he conocido (de los que he sabido, vaya; conocer, lo que se dice conocer, creo que a ninguno) he buscado a ese relojero, he buscado esa capacidad para manejar eficaz y silenciosamentemente pequeñas piezas y lograr que todo funcione... precisamente como un reloj. En vez de eso, he encontrado, en la mayoría de los casos, vulgares picapedreros, individuos torpes y brutales, frecuentemente desertores de una profesión útil y de una vida productiva, ensoberbecidos por el ejercicio de un poder que han tomado siempre como omnímodo y al que han accedido generalmente de formas más que dudosas. No parece haber democracia ni juego de garantías cívicas capaz de modificar ese panorama.

También habrá que decir, para ser del todo justos, que en casos como el de España, de pueblos asimismo brutales, primarios, incultos y sórdidos, en los que se prefiere la pedrada al debate, parecería más adecuado el picapedrero que el relojero. Pero, en todo caso, nunca acabamos de saber cuál es la causa y cuál es el efecto. El caso es que es así.

El problema del secesionismo catalán y de la [falta de] respuesta del Gobierno español es exactamente eso.

Hace un par de días, la bronca mesetaria gubernamental subió un peldaño hablando de meter a la gente (concretamente a Mas) en la cárcel. Una barbaridad. Una barbaridad no el hecho intrínseco de meter a Mas en la cárcel -cosa que sería una estupidez al convertir en mártir a un señor más bien mediocre- sino en el hecho de ventear tal posibilidad llevando las cosas a un terreno improcedente. Al menos, de momento.

Ya hace muchos meses que vengo diciendo que oponer la legalidad como único argumento contra el secesionismo es una majadería. Es una actitud propia de picapedreros y, en definitiva, no es otra cosa que una banda de picapedreros el grupito este de Rajoy que está manejando el cotarro.

Sabemos perfectamente que la consulta es ilegal. Todos lo sabemos. Sabemos perfectamente que si Mas la convoca pese a tan notoria ilegalidad estaría incurriendo presumiblemente en delitos tales como la prevaricación y/o la sedición. Es, por comparar, como la policía: cuando un policía de paisano se dirige a un ciudadano, se identifica como tal policía y ya está; no le hace falta mostrar su pistola: el ciudadano ya sabe que la lleva y en qué condiciones puede/debe usarla.

Las armas pueden utilizarse como medio disuasorio en estrategia de defensa, estrictamente militar. Pero las armas, las de verdad, utilizadas en política, son una chapuza propia de analfabetos. Así las cosas y viendo la calaña del Gobierno español, es de temer que el día menos pensado amenacen con poner los tanques en el Segre. Nada daría más gusto a Junqueras y a las dos señoras de marras (Rahola aparte).

Mientras tanto, nadie (con excepciones: Societat Civil Catalana o, sorprendentemente, Susana Díaz, pero nadie del Gobierno o de sus proximidades) parece darse cuenta de que estamos ante un problema histórico que, con sus razones y sus sinrazones, viene de largo y va para largo, que no se va a solucionar mañana ni el año que viene, ni suspendiendo consultas, ni encarcelando a Mas, ni mucho menos concentrando a la Acorazada en Fraga. Parece que sólo preocupan las próximas elecciones mientras al soberanismo se le va dando la razón por silencio administrativo; denegatorio, pero silencio.

A nadie -con esas excepciones citadas y unas muy pocas más- se le ha ocurrido contraofertar con esa España posible y deseable por la que llevo tantos años clamando, tanto desde aquí como desde mi ya fenecido «El Incordio». Pero cuando digo contraofertar no hablo de discursos y de buenas palabras -que ya sabemos cómo acaban, sobre todo en este país- sino de proyectos constitucionales realizados con visión histórica de futuro (y no comarcalizando la demografía para que el mapa electoral nos salga favorable). Los socialistas no callan con su federalismo. Bueno ¿y? Porque, al igual que en un momento dado dije de la República, la palabra «federalismo», así, a palo seco, no me dice nada. ¿Qué federalismo? ¿Qué competencias regionales (y no pienso solamente en lo de simetría o asimetría)? Y, sobre todo: ¿en qué se diferenciaría -no hay manera de que lo expliquen con claridad- ese federalismo del estado autonómico, más allá de lo enunciativo? Hay que preparar un proyecto claro (que no permita veinte interpretaciones distintas y sucesivas, como ha pasado con la Pepa actual) en el que todos los pueblos de España puedan sentirse integrados; y un proyecto de alcance histórico real no únicamente duradero por la vía de la sacralización del instrumento legal.

Y así y todo. La renuncia gratuita por parte de una estúpida izquierda a conceptos como «España» o «hispanidad» (y, claro, a sus correspondientes símbolos), tenidos gilipollescamente por fachas, o el uso por parte de la derecha de esos mismos términos y símbolos no para asumir su contenido y su significado sino para azuzar la bronca, ha llevado a permitir indolentemente que en Cataluña se haya impartido impunemente una educación nacionalista llevada hasta extremos inauditos. Todo el mundo (lo de todo el mundo también es un decir) se resiente de la inmersión lingüística, pero eso no ha sido lo peor: en los últimos treinta años, a los niños catalanes se les ha enseñado un tebeo en vez de Historia y se les han inculcado una serie de fantasías eróticas como verdades evangélicas, lo cual afecta a toda la población catalana acrítica menor de cuarenta años. Es gravísimo. Y es gravísimo porque es así es real. Hay que volver grupas en este asunto, efectivamente, hay que cerrar el paso a esa nacionalización sistemática, al más puro estilo del lavado de cerebro. Pero esa es una tarea larga y difícil.

Porque, además, para emprender esa tarea hay que explicar la Historia -como hace el nacionalismo: algun dia serem lliures- con una proyección de futuro. La Historia es argumentaria: un pasado nos llevó a un presente, y ambos puntos delimitan una línea recta que nos lleva a un futuro definible, previsible en trazos gruesos, que luego se cumplirá o no (el determinismo es absurdo) pero que traza una dirección y un destino claros. La historiografía del tebeo catalán ha hecho -y ha hecho bien- ese trabajo porque, señores, el nacionalismo catalán, el separatismo, en definitiva, tiene un proyecto. Será todo lo que tú quieras (y más que le añado yo) pero tiene un proyecto cierto. La historiografía española, en cambio, cuando proyecta hacia el futuro, sólo es capaz de ofrecer como resultante una triste, cutre, patética y putrefacta Constitución (véase la argumentación de Bono contra Maragall, y, encima, le aplauden hasta con las orejas). Y todo lo que se le ocurre a la mediocridad pepera para enmendar el problema educativo que se vive en Cataluña es lanzar al impresentable de Wert y su vamos a españolizar a los niños catalanes. No me hagas reir, inútil, no me hagas reir y, sobre todo, no me obligues a calificarte como te mereces.

Cataluña debe ser comprendida y amada. Con hechos, con realidades, no de boquilla, como hasta hoy (y eso los que, al menos, han tenido la consideración de guardar las apariencias). Si se quiere que Cataluña sea España -como debe ser- España tiene que considerar a Cataluña como parte suya, no como un apéndice integrado por necesaria uniformidad reglamentaria, no, -al estilo quevedesco- como una Portugal que («menos mal») no logró marcharse. Sólo así se pone la primera piedra -sólo la primera, ojo- para que se produzca una sólida corriente en sentido inverso. Y, a partir de ahí, hay una lengua que España debe asumir como propia y, a ver cómo lo digo..., una metodología vital... una forma de ver la vida y de hacer las cosas que se nos debe dejar llevar adelante. Es difícil definir esa forma de ver la vida y de hacer las cosas, pero, para entendernos, digamos que es aquel intangible que hacía que, antes de que viniera el nacionalismo a enmerdarlo todo, en toda España se creía sinceramente no sólo que Cataluña era la región más europea sino, durante mucho tiempo, la única región verdaderamente europea. Esto nos lo hemos oído los catalanes durante mcuhísimos años (además de otras cosas mucho menos halagadoras, pero esa ya es otra cuestión... ¿o quizá... no?).

Los catalanes necesitamos espacio, necesitamos controlar nuestro entorno para poder desarrollarlo como necesitamos. Los catalanes no podemos sufrir barbaridades como la doble mofa y befa que sufrimos con el AVE (hablo del AVE porque es el ejemplo más sangrante y más claro, no necesariamente el peor): doble, porque primero fue el relegarnos en su primer tramo; y segundo, el tango que se montó cuando por fin se construyó el Madrid-Barcelona. No es solamente un problema de dinero efectivo, propiamente: los nacionalistas utilizan la chorrada esa de las balanzas fiscales, como si a las cifras no se les pudiera hacer decir lo que se quiere a gusto del consumidor; pero a mí, y a muchísimos catalanes, que el control del aeropuerto del Prat (y obvia, pero secundariamente, también Reus y Girona) lo tenga una entidad estatal y no local, nos corroe (además, el modelo AENA es exclusivamente español: la mayoría de los aeropuertos europeos, en tanto que vectores económicos -el control aéreo ya es otra cosa- están regidos desde las ciudades o regiones a las que sirven). Y jugadas como lo del Corredor del Mediterráneo, que dos partidos, dos, quisieron escamotearnos y que sólo se salvó porque la Unión Europea no quiso entrar en el juego sucio ni en el radialismo porque sí, hace separatistas por batallones.

El problema, esto debe quedar muy claro, no está sólo en Cataluña, y mientras fuera de ella no se vea esto, la solución no va a llegar. Y el tiempo trabaja contra la unidad de España, también conviene no olvidarlo.

Lo que sí hay que olvidar son las cárceles. Bueno, quizá no: quizá serían útiles para meter en ellas a los imbéciles. A los imbéciles (o a los picapedreros) de todas las regiones y nacionalidades. Oye, pues quizá así sí que empezarían a arreglarse algunas cosas...

6 de septiembre de 2014

No van a poder

La cagada de ayer de los Twittermaster del usuario de Rajoy, jugando al aprendiz de brujo -por más que lo vistan de lagarterana, de hackers y demás cuentos chinos-, aterrorizados ante la proximidad en seguidores de Pablo Iglesias, no indica sino el estado de pánico del PP (y de unos cuantos que no son del PP) ante el avance, no sé si imparable, pero sí veloz y firme, de Podemos.

Ya he dicho en otro lugar y momento que Podemos me da repelús y he expuesto mis razones, tanto en el artículo central como en la respuesta a los comentarios de uno de mis lectores. Y esto, las razones, creo que es la forma correcta de oponerse a Podemos: razonar y pedir razón. Pedir datos, exigir información previa y concreta de todo el proyecto y confrontar toda esa información con los datos generales -y reales- de la economía y de la política.

Lo que no sólo no son formas sino que, además, es contraproducente, es intentar sembrar el pánico frente a Podemos y, encima, hacerlo de la manera absolutamente ridícula como está haciendo el PP (y algunos que no son del PP): con comparaciones falaces, críticas ad hominem y chorradas diversas. Ah: y con un proyecto de regeneración democrática que huele a timo antes incluso de estar escrito. Excuso decir después.

Lo de los alcaldes, no tiene nombre. Y, además de atufar a pánico, puede salirles el tiro por la culata. Pero, además, me hace gracia lo fieles que son estos tíos al argumentario; tal parece que carezcan de ideas propias o les impidan, en su caso, exponerlas. ¿Cuántos líderes del PP han repetido casi literalmente lo de que la mayoría es lo que quiere la gente y no lo que se decide en una oficina? Para empezar, uno diría que el 40 por 100 no es lo que quiere la gente, sino 4 de cada 10. Si lo que se decide en una oficina resulta que son 6 de cada 10, me parece que estamos bastante al cabo de la calle.

Cierto es que lo de la oficina habría que limitarlo porque constituye en ocasiones verdaderos fraudes al propio electorado. Me pregunto, por ejemplo, cuántos votantes del PSC profirieron sapos y culebras al ver que sus votos iban a parar a un tripartit (no uno: en puridad fueron dos) del que formaba parte la Izquierda de la señorita Pepis y el independentismo puro y duro. Y no me pregunto -porque sé la respuesta- cuántos votantes del PP orinaron sangre de indignación cuando ese partido dio apoyo, reiteradamente, a la CiU de Pujol. Por tanto, sí que no estaría mal que las alianzas, o la posibilidad de tales, hubieran de ser claramente enunciadas antes, en período electoral, para su validez. Decir, por ejemplo: si el PP llega al gobierno del pueblo, llegado el caso nos coaligaremos con este, con aquel y con el de más allá para impedirlo. Y, obviamente, que este, aquel y el de más allá hicieran lo propio. Eso estaría bien: saber que votas a ese partido pero que podría ser que con ello dieras poder -o el poder- al otro. Ya sabes a qué atenerte.

Pero lo de los alcaldes y el 40 por 100 es, sencillamente, trampa.

Otra cosa que me monda de risa es lo de la regeneración. Van a hacer no sé cuántas leyes para regenerar la democracia. Idioteces, imbecilidades y tonterías. Con las leyes que hay, ya se puede regenerar la democracia, por lo menos en la parte más sangrante: basta, por ejemplo, con llevarle al juez Ruz la lista de los que deberían ir a hacer compañía a Bárcenas en la mazmorra, con las pruebas correspondientes, en vez de andar rompiendo discos duros; o cerrar a cal y canto el BOE para los indultos. A cal y canto, no hacer regulaciones de este sí, este no, para reducirlos un 30 por 100 e ir fardando -estúpidamente- de haber limpiado el panorama.

Los ciudadanos tenemos muy claro, desde los albores del 15-M, que la corrupción es inherente al sistema, que el régimen de 1978 construyó un edificio de poder omnímodo, de impunidad y de control por los partidos y por el ejecutivo de todos los demás poderes y que, por tanto, el mal radica, valga la redundante perogrullada, en la misma raíz.

Puede hacerse leyes para combatir la corrupción y para más o menos apuntalar la división de poderes, pero serían simples apaños, puros paños calientes. Paños calientes, ojo, si se hicieran de buena fe, con verdadera voluntad de corregir y de rectificar. Pero todos sabemos que no es así. Que por más que sean capaces de pintar un pedo de verde, perdieron hace ya años toda credibilidad y ninguna honrada sinceridad que pudieran desplegar ahora destruiría ya ese escepticismo ciudadano.

Hace falta reformar la Constitución. No, perdón: hace falta una nueva Constitución. Pero no quieren. Saben que sería su muerte en el chollo y se resisten. Hasta el Consejo Nacional del Movimiento y las Cortes franquistas se inmolaron jurídicamente, en parte convencidos de que el cuento se había acabado y, en parte, para salvar los muebles. Estos no son capaces ni de llegar a eso. Y ya hay que ser miserable para ni siquiera llegar a estar a la altura -a la escasita altura- de las instituciones franquistas.

La Constitución cambiará, de eso no me cabe duda. Lo que me angustia es pensar en el precio que habrá que pagar para llegar a ese cambio y en qué condiciones estaremos para hacerlo. Es decir, que habrá pasado entre este momento y el momento en que nos pongamos a hacer el cambio constitucional porque a la fuerza ahorcan.

Si Podemos llega al poder o alcanza fuerza suficiente para tener una potencia parlamentaria que condicione seriamente el ejercicio del poder, veremos qué pasa aquí y cómo acabará todo. No soy más explícito porque en el segundo párrafo ya enlazo a mis explicaciones (y cuantas más vueltas les doy a éstas, más me parece que me he quedado corto). Y no veo cómo, a estas alturas, va a poderse evitar -sin trampas y sin atajos- que Podemos alcance esa cuota de poder o que, en cualquier caso, el remedio para frenar a Podemos sea peor que la enfermedad, es decir, que Podemos mismo.

Veo el futuro con un muy negro pesimismo, no puedo evitarlo.

4 de septiembre de 2014

Rentrée calamitosa

Bueno, pues ya vuelvo a estar aquí.

Como sabréis los que me seguís en Twitter o los que, de otro modo, tenéis contacto habitual conmigo, las vacaciones no me han ido bien. Justo cuando empezaba a disfrutar de mi estancia en Asturias, el viernes 22 de agosto, un mal paso bajando una escalera en la Catedral de Oviedo significó un desastre para mi tobillo con fractura de no sé cuántas cosas, que llevó a mi evacuación y posterior intervención quirúrgica en Barcelona.

Resultado, yendo a lo práctico: me esperan tres o cuatro meses de baja (hay quien dice que puede que alguno más y todo, esperemos que no se cumpla el vaticinio) y hasta nueve meses para que se restablezca al cien por cien mi habilidad para caminar. Va a ser un embarazo de lo más divertido.

O sea que cabe en lo posible que este blog vaya teniendo más entradas de lo habitual, aunque vete a saber cómo me trata el humor y la desconexión con la vida cotidiana. Ya lo iremos viendo.

Pero, en realidad, escribo esta entrada porque tengo que dar muchas gracias a muchísima gente. Espero no olvidarme de nadie y lo haré por orden cronológico, por orden de intervención, como si dijésemos:

En primer lugar, a Loreto Pérez de la Fuente Cortina, coordinadora de la Actividad Cultural de la Catedral de Oviedo, que desde el momento mismo de mis trastazo y hasta saberme ya en casa se preocupó constantemente por mi estado y se ofreció a mi familia para todo lo que estuviera en su mano.

En segundo lugar, a los chicos de la ambulancia que me sacaron de la angosta escalera en la que me di el tortazo, a mí, que peso lo mío y lo de algún otro. Y si uno de los mozos era grandote y fornido, la otra era una chica menuda y fragilita pero que funcionó como una auténtica leona y cuidó durante todo el trayecto al hospital de que mi ánimo estuviera en alto.

En tercer lugar, a la Policía Local de Oviedo. Teniamos el coche en el aparcamiento de la plaza de la Escandalera y la jugada que ideó mi mujer es que mi hija mayor llamara a un taxi para que éste fuera al Hospital Universitario Central de Asturias (HUCA), al que me llevaban, y seguirlo con nuestro coche. Como, para ello, el taxi hubiera tenido que cometer una infracción, mi esposa se dirigió a una pareja de motoristas de la Policía Local a fin de pedirles cuartelillo. Explicada la situación, los agentes dijeron que de eso nada, que la escoltarían ellos mismos hasta el HUCA, como efectivamente hicieron. Se les pidió la identificación a fin de proceder a una felicitación pesonal, pero se negaron diciendo que habían cumplido con su deber y con su trabajo, de modo que, en ellos, doy las gracias a todo el Cuerpo en la seguridad de que fuesen los que fuesen los agentes con que hubiéramos topado, su buen hacer hubiera sido exactamente el mismo.

En cuarto lugar, a la entera plantilla del HUCA. Fui tratado de verdadero lujo, cuidado y solícitamente atendido, pese a que no sabían muy bien qué hacer conmigo, puesto que estaba, simplemente, a la espera de ser trasladado a Barcelona. Pero en todo momento estuvieron pendientes de mí, me ofrecieron constantemente analgésicos (lo cierto es que apenas los he necesitado: dentro de la desgracia, he tenido la inmensa suerte de que no sufro dolores de ningún tipo). Cuando más adelante hable del personal sanitario de este país, siéntanse aludidos y no precisamente en segundo término.

En quinto lugar, al Real Automóvil Club de Catalunya que dispuso mi transporte a Barcelona el mismísimo primer día hábil (lunes, 25), no sin preocuparse antes por que mi familia estuviera perfectamente alojada (que lo estaba, porque siguió residiendo en el hotel rural que habíamos reservado para las vacaciones hasta el día 31, ahora iremos a él) y todo eso pese a algunas dificultades burocráticas en nuestra afiliación no achacable a la administración del Club. Y a los chicos de la ambulancia que molieron los casi mil kilómetros de distancia entre Oviedo y Barcelona sin otra preocupación que mi hija -que me acompañaba- y yo estuviésemos cómodos. Si llegan a leer esto, sepan que lo lograron.

En sexto lugar, a Víctor y Dolores, los propietarios del Hotel Rural Casa Lao en el encantador pueblín de Soto d'Agues (Sobrescobio, Asturias). Un hotel excelente, gracias al cual han ganado en nosotros unos clientes. Pero la solicitud y el trato de Víctor y Dolores hacia mi familia, sobre todo al conocer mi percance, ha hecho que, además -y sobre todo-, hayan ganado unos amigos.

En séptimo y muy especial lugar (sin demérito de nadie, en absoluto) al Hospital de la Santa Creu i Sant Pau, al personal de guardia de Traumatología de la madrugada del martes, 26, al equipo del doctor Julio de Caso Rodríguez que me intervino quirúrgicamente ese mismo día y a los tres turnos del personal de reanimación, aunque con una mención especial al del turno de noche, que tuvieron show de los buenos y, sin embargo, en ningún momento dejaron de atenderme y de estar pendientes de mis necesidades y de mi comodidad. Como he dicho con la gente del HUCA, después hablaré del personal sanitario en general y todo lo que diga se referirá también al personal de Sant Pau.

Digamos que fuera de clasificación hay más agradecimientos. Tengo que dar las gracias a mi familia de Oviedo, mis tías y mi prima María, que corrieron a visitarme tan pronto les fue posible y ofrecieron incondicionalmente su casa a mi familia, aunque no hubo necesidad de aceptar el gentil ofrecimiento por lo explicado antes del hotel.

Tengo que dar unas muy especiales y efusivas gracias a mi amigo de... bueno, de toda la vida, el doctor Javier González Carrasco, que me acompañó en el hospital en la medida que se lo permitieron sus obligaciones y estuvo conmigo en el quirófano (es anestesista; aunque la anestesia me la administró el titular del equipo, también llamado Javier, por cierto; mi amigo se ocupó personalmente de matarme el ciático para que no me diera la tabarra en el postoperatorio). De Quico (lo hemos llamado siempre Quico para no confundirlo conmigo, Javier también) sólo puedo decir que en todos los momentos difíciles de mi vida, en todos, ha aparecido él como por ensalmo; y no hablo solamente en el aspecto médico: su apoyo moral, en unas determinadas circunstancias que no vienen a cuento, muy difíciles para mí, fue determinante. Tanto es así que, cuando tengo problemas y lo veo aparecer a él, es como si, rodeado por los indios, viera al Séptimo de Caballería tocando a carga (aunque a este particular general Custer le gusta más bien montar un Alfa-Romeo; pero vaya, todo es cuestión de atrezzo).

Gracias también, y muy entrañables, a Juan Carlos Nieto, jefe de Admisiones de Sant Pau, amigo de la infancia, que reconoció a mi hermana, se presentó, se ofreció para todo lo que hiciera falta y me visitó la mañana del miércoles 27, en el box de Reanimación, para ofrecerse de nuevo a lo que fuera, entonces y en cualquier otro momento que en el futuro me pueda ser necesario. Además de una muy agradable charla recordando viejísimos tiempos.

Y, en fin ¿a quién más? Pues a mucha gente: a mis hermanos, pendientes en todo momento de mis vicisitudes. A muchos miembros de mi familia (clan Cuchí) que también hicieron su seguimiento de mi incidente. A mis compañeros de trabajo, mi jefe y amigo incluido, que no han dejado de interesarse por mí desde que tuvieron conocimiento de mi percance (algunos, inmediato: cinco horas pelando la pava en las Urgencias del HUCA dieron para mucho tuit y mucho guasap) y se han ofrecido, entre otras cosas, para solucionarme todos los problemas burocráticos que me puedan surgir. Cosa que no hará falta, porque también tengo que dar las gracias a mis compañeras del Servicio de Personal del Departament d'Empresa i Ocupació de la Generalitat de Catalunya (en el que presto mis servicios), en particular a Anna, Sole y Maria dels Àngels, que me han dejado la gestión de las bajas, informes, cancelación de vacaciones y demás, a verdadero huevo y en bajada. A los amigos de las redes sociales (es decir, de Twitter) que me infundieron ánimos tan pronto tuvieron noticia del accidente.

No tengo queja: en todos los lugares y ámbitos he encontrado a gente estupenda que me ha tratado, hasta donde lo permitían las circunstancias y la razón, a cuerpo de rey.

Y constato, además, que estoy materialmente rodeado de buena gente.

Sobre la sanidad pública

Soy usuario habitual de la sanidad pública, pero básicamente de los servicios de asistencia primaria, como casi todo el mundo; hasta el 22 de agosto, no había sido cliente de su sistema hospitalario (sufrí hace muchos años una intervención quirúrgica, pero en el sistema privado).

Ya estaba contento con la asistencia primaria, pero en lo que se refiere a la hospitalaria, mi grado de satisfacción no puede ser más alto. No puede. No encuentro el menor pero a cómo he sido tratado desde que me recogieron un viernes por la tarde en aquella escalera de la Catedral de Oviedo hasta que me dejaron, materialmente, en el recibidor de casa al mediodía del miércoles siguiente.

Pero en mi estancia en dos hospitales de los buenos, uno en Oviedo y el otro en Barcelona, he visto muchas cosas.

He visto un personal puteado, trabajando con la lengua fuera, con instalaciones saturadas de pacientes, teniendo en muchas ocasiones que improvisar los medios (hacer inventos), trabajando como burros porque no se suplen bajas ni vacaciones -y, aún con el personal al completo, éste es muchísimo más reducido que hace no muchos años-, buscando como locos una hora de quirófano para operar, una cama en la que ingresar (en el HUCA, estuve en la planta de Ginecología; con la habitación para mí solo, no seáis malos) y en Sant Pau, se decidió atinadamente que, como me iban a dar el alta al día siguiente, podía pasar la noche en el box de reanimación: de todos modos, no había camas disponibles). Todo ello porque medio hospital -cualquiera de los dos- estaba cerrado. No quisiera exagerar, pero los gritos y susurros que sonaron aquella noche en la Sala de Reanimación de Sant Pau eran como para «Apocalypse Now»; y, sin embargo, en ningún momento, ni en el HUCA ni en Sant Pau me sentí desatendido, al contrario, tuve la perfecta sensación de que se estaba pendiente de mí en todo momento; y eso que yo mismo hubiera justificado una razonable desatención toda vez que, dentro de la situación, me encontraba perfectamente, sin dolor alguno e incluso cómodo. Pues no. No se olvidaron de mí en ningún momento.

Como sabéis, soy funcionario. Funcionario orgulloso: desde que tomé posesión de mi primera plaza, siempre tuve delante, como un icono, la imagen abstracta del ciudadano, en la perfecta consciencia que mis jefes no son esos biliosos a quienes nos colocan ahí los partidos, sino los ciudadanos que son quienes me pagan. Una vez me peleé con un consultor cuando la unidad en la que prestaba servicio solicitó la ISO 9000 (cosa que siempre me ha parecido una perfecta gilipollez en la Administración pública, pero en fin). Se empeñó en ponerme al ciudadano como cliente. «No señor -le dije- el ciudadano no es mi cliente: es el amo de la empresa». El otro, hizo una caída de ojos -cuánta ignorancia, Señor- y dijo que era el cliente porque era el destinatario de mis servicios. Le pregunté si tenia asistenta. Me respondió que no, pero que años atrás sí que la había tenido: «¿Y le dijo alguna vez a la asistenta que usted era su cliente o era más bien el amo?». Me dejó por imposible.

Pues bien, nunca he estado tan orgulloso de ello como estos días, nunca me he sentido tan alto en tanto que empleado público como cuando he visto trabajar a todas estas personas -hasta extremos verdaderamente abnegados- y darme cuenta de que, con independencia de que su vinculación fuera funcionarial, estatutaria o laboral, todos eran compañeros, todos eran empleados públicos. Como yo. Cuánto, cuánto y cuánto honor, de verdad que no hablo a humo de pajas. Qué grande me siento en ese como yo.

Las putadas que se está haciendo a estos profesionales -entre las cuales no es la menor un sueldo de miseria que no da para afrontar una hipoteca en solitario mientras tanto cerdo arramba con dinero a espuertas y me da igual que sea legal o ilegal, cerdo lo mismo- claman venganza ciudadana. Ya no sólo porque los ciudadanos somos también, en definitiva, víctimas de esa situación: es por la situación intrínseca.

Llevar a los responsables de las políticas sanitarias de este país, a todos ellos de narices ante el juez y de un puntapié a presidio por un montón de años (y no hablo de patíbulos por principios, no por falta de merecimientos) es la más alta prioridad de salud pública que tenemos los ciudadanos.

Ojalá algún día tengamos redaños y seamos implacables en el castigo.

21 de julio de 2014

Adicciones

Algunas de las veces que he comparecido en algún medio de comunicación representando a la Asociación de Internautas ha sido para debatir sobre si Internet engancha o no, sobre si existe adicción a la red.

Siempre he opinado que no, que tal presunta adicción ha sido constantemente negada en todos los foros y estudios psiquiátricos y que no pasa de ser, en algunos casos, comparable a esa gente que coge el coche incluso para recorrer doscientos metros (que no es mucho más numerosa por lo disuasorio de la escasez de lugares donde estacionar) o a la que se tira al chocolate como loca. Puede tratarse, a lo sumo -y ya es decir- de incontinencias. Ni siquiera me gusta la palabra abuso porque es valorativa: ¿hasta dónde no se abusa de Internet y a partir de dónde se abusa de la red?

Bien, como el uso de la red se ha extendido y normalizado tanto que ya los tradicionales pedantes que se sentían por encima de la cosa esa hacen el ridículo y la pretensión de una drogadicción consistente en estar enganchado a Internet es vista con cierta rechifla, ahora le toca al móvil, concretamente al smartphone (porque del móvil mondo y lirondo también dijeron tonterías adictivas, pero como ahora ya no lo usa apenas nadie...).

Ahora, los pedantes de siempre hablan del abuso del smartphone porque todo el mundo se pasa el día pegado al smartphone. Personalmente, el único abuso de smartphone que considero y denomino tal es el que tiene que ver con la buena educación: interrumpir una conversación porque ha llegado un mensajillo de WhatsApp me parece de una grosería insufrible. Pero ojo, la grosería lo es en sí, no en función del aparato. Si queréis verme agarrar un globo de los buenos, ponedme en una cola (por ejemplo, en un banco o, mucho más infrecuentemente, en una taquilla), situación que, ya de por sí, me pone de muy mal humor, y que el empleado, funcionario o lo que sea, interrumpa cada dos por tres el trabajo de atender al público que aguarda para atender -mediante un aparato de los de siempre, corriente y moliente- a alguien que telefonea. No es nada extraño, ante una situación como esta, que yo interpele al empleado en cuestión para preguntarle -en tono agrio- qué cola han hecho esos señores que llaman para pasarme delante tan frescamente, por qué no habría de ser el que llama por teléfono el que espere a que la cola haya terminado.

Es verdad que el smartphone y su popularización nos han traído escenas chocantes, inauditas hace unos muy pocos años. Ir en el metro y ver que los ocho ocupantes de los dos bancos enfrentados están, como un sólo hombre, enfrascados en vete a saber qué (la compulsividad digital induce a pensar en WhatsApp o en algún juego) no es, en absoluto, una escena rara. Y sería lamentable si esta escena sustituyera a la de ocho ciudadanos charlando animadamente, pero sabemos que no es así. Antes, salvo unos pocos que leían (y siguen haciéndolo, aunque en un aparato digital: el papel ha desaparecido casi por completo) el resto permanecía con una mirada de catatonia orate perdida en cualquier parte. Ahora la gente hace algo en lo que parece interesada; situación probablemente mejorable, pero indudablemente mejor que la anterior. Visto así, yo creo que el que tendría que ir a hacérselo mirar es el percebe de las adicciones.

En realidad, podríamos verle una faceta maravillosa a todo esto: estamos permanentemente comunicados con nuestros seres queridos, con nuestros amigos... con los que están cerca y con los que están lejos. Hace muchos años, mi mujer y yo teníamos la costumbre de llamarnos (o el uno o el otro) una vez cada día, a media mañana, para... bueno para... cosas, esas costumbres rutinarias que adquirimos los cónyuges mientras trabajamos, que si todo va bien, que si hay algo nuevo...; pero, obviamente, una vez cada jornada. Ahora, esa llamada telefónica se acabó. Cada vez que mi mujer necesita decirme algo (o yo a ella) me envia un mensajillo por WhatsApp (aunque últimamente voy consiguiendo que se acostumbre a Telegram) y yo se lo contesto en cuanto el trabajo me permite unos segundos de tiempo. O viceversa, por supuesto. Tengo a mi hija menor en un campamento en el otro extremo de Cataluña, pero hablo con ella varias veces cada día y eso me la acerca, me da la impresión de que no está tan lejos. Y como tenemos un grupo familiar, alguna vez durante el día hablamos todos sobre algún tema de importancia doméstica, cuando es necesario, con independencia de dónde esté cada cual (que, frecuentemente, ni lo sabemos). Tengo un amigo cuya hija ha ido a trabajar a Holanda y otro que tiene a su primogénito en Australia y los dos hablan a diario -y más de una vez- con sus hijos. ¿Saben los atontados de la adicción lo que ayudan estas facilidades a reducir las distancias, la sensación de proximidad al ser querido que nos proporcionan las TIC?

Los tuiteros estamos al pie de nuestro particular cañón (el TL) desde que nos levantamos hasta que nos acostamos; otros ídem con el Facebook. Ya no concebimos ir de spotting, por ejemplo, sin FlightRadar, FlightStats o LiveATC, amigos y residentes en nuestros móviles; incluso hay quien lee libros a través del smartphone (yo prefiero mi tableta, que siempre va conmigo, pero cada cual tiene sus gustos)...

Antes, las personas mayores llevaban siempre en el bolsillo una navaja multiusos (yo la he llevado desde siempre y lo sigo haciendo); hoy, jóvenes, desde luego, pero también mucha gente mayor, llevamos esa otra herramienta polivalente que nos tiene en permanente comunicación con quien nos interesa, de una manera eficiente, rápida y barata, con nuestros seres queridos y con nuestros interlocutores de debates, de aficiones o de intereses comunes o confluyentes, que nos permite ser localizados en cualquier momento por aquellas personas (clientes, amigos, familiares) a las que nos interesa facilitarles la comunicación con nosotros, que nos permite estar informados en tiempo real de todo aquello que nos interesa o que nos puede interesar de cualquier parte del mundo, que tiene también elementos de entretenimiento: juegos, libros, música..., que nos permite saber dónde estamos (ya no nos perdemos por la ciudad y pronto, cuando la cartografía topográfica digital alcance a estos aparatos, en ningún lugar del mundo que esté a la vista de tres o cuatro satélites de la red GPS o GLONASS) y que puede presentarnos, entre otros miles de cosas, hasta un planisferio para saber qué estrella u otro cuerpo celeste es aquel que hay allí y brilla tanto.

¿Adicción? No sea un analfabeto con titulación universitaria y dedíquese a mirar el mundo en el que vive, más allá de su rancio y mohoso escritorio de fraile medieval.

Imagen: Alar Kirikal en Wikimedia Commons
Licencia: Dominio público

17 de julio de 2014

El ocaso de la Casta

Cada vez es más insistente y con más diversas procedencias el rumor de que se van a anticipar las elecciones generales. Incluso algunos medios -como el «El Confidencial»- precisan hoy mismo que Rajoy podría disolver el Parlamento a finales de agosto para celebrar elecciones... en noviembre. De ser cierto, entre otras posibilidades que después desarrollaremos, esto conllevaría la probablemente hábil maniobra de solaparle al invento de Mas nada menos que una campaña electoral a nivel de toda España, aparte de surfear, más que probablemente en su propio provecho, la prevista ola del 11 de septiembre en Cataluña. Sin entrar en otras consideraciones -en las que, insisto, vamos a entrar enseguida- el plan, a mi modo de ver, no carece de cierta elegancia porque, aunque bien pudiera considerarse pan para hoy y hambre para mañana, lo cierto es que descolocaría varios, muchos o quizá incluso todos los planes B que el separatismo pudiera tener preparados en descuento de la prohibición administrativa o judicial de la consulta del 9-N y el invierno caliente que seguramente estarán preparando, habría de quedar, como pronto, en una primavera caliente aprovechando que en primavera será la campaña de las municipales y esa, sensu contrario no sólo no obstruye sino que aún favorece el ambiente del prusés. Cae por su peso que, incluso aunque se celebrara, una consulta efectuada en el ambiente de una campaña electoral de ámbito estatal tendría el valor político y dialéctico de un churro, siendo así que ese valor político y, sobre todo, dialéctico, es precisamente el que buscarían de no tener claro -y ya desde el primer momento- que esa consulta no se va a celebrar.

Pero hay más, muchísimas más cosas.

El medio citado dice que las causas de que Rajoy haya eventualmente decidido un adelanto electoral serían diversas. Destaco un par.

En primer lugar, la voluntad de afrontar el desafío separatista fortalecido por una nueva y más fresca mayoría o bien, en otro caso, desaparecer del mapa y dejarle el marrón a otro. El rumor asociado a este de que Rajoy podría estar deseoso de retirarse coincidiría con un deseo primigenio de no pasar a la Historia como el presidente del Gobierno bajo cuyo mandato la crisis catalana -de llegar a ser este el caso- resquebrajara los cimientos de la unidad nacional.

Y, en segundo lugar, interceptar los efectos Podemos y Sánchez, particularmente el primero, que está alarmando hasta la histeria a toda la Casta, hasta el punto de poner en jaque a la mismísima IU adelantada, arrollada y yo diría que incluso desarbolada por la izquierda.

Pese a que odio a la Casta como el que más, me preocupa, y mucho, Podemos, como me preocupa y mucho Guanyem Barcelona (a pesar incluso del enorme respeto y de la gran -pero no ciega- confianza que me inspira la solvencia personal de Ada Colau). Me preocupa porque tan malo es el encastamiento, la corrupción y la traición que ha practicado la chusma política que sufrimos como el amateurismo con mando en plaza. Quizá por mi deformación profesional funcionarial y a pesar de ser un perfecto mindundi dentro de la enorme maquinaria de la administración pública, tengo muy clara la complejidad de los mecanismos de la gestión pública, complejidad a la que hay que añadir una suma delicadeza cuando la gestión es, concretamente, la presupuestaria. El efecto que produce el acceso del gamberrismo político a estos mecanismos de gestión y a la caja registradora es devastador. Lo vi de lejos con Zapatero y de cerca con la ERC de los dos tripartits. El problema del populismo es que cuando llega la hora de dar trigo, las hectáreas sembradas que hay son las hectáreas sembradas que hay y todo el mundo quiere su ración: la política es, precisamente el arte de establecer prioridades y cuando -como en el caso del populismo- las prioridades vienen tan en tropel que llegan a dejar de serlo porque se destruye toda la escala de la proporcionalidad, es cuando acontece el desastre. Aparte de que el populismo, puesto a establecer prioridades, lo tiene muy claro: los nuestros y los otros, es decir, se convierte en una mezcla de inquisición y de asamblea jacobina que, en definitiva, acaba estableciendo una red clientelar de afectos y una maquinaria sistemática de destrucción del discrepante. La granja de Orwell, en pocas palabras. Una Casta distinta de la actual, pero Casta a fin de cuentas. Salimos de Guatemala para ir a Guatecutre.

El problema, obviamente, es que la Casta, en su tremenda estupidez, ignoró el cabreo ciudadano manifestado el 15-M. No costaba nada adivinar que, al socaire de ese cabreo completamente inaplacado, al contrario, incluso incrementándose con el tiempo (sobre todo con fenómenos como el hambre infantil, la tremenda serie de desahucios asociada al régimen español de mantenimiento de la deuda después del lanzamiento), habrían de salir irremediablemente plataformas, grupos, partidos -llámesele como se quiera- que capitalizaran ese cabreo y lo legitimaran en las urnas. Como es sabido, Podemos dio un sorpasso tremendo en las elecciones europeas pero es que, además, las encuestas lo sitúan muy alto (en tercer lugar, según cálculos no muy audaces) en las preferencias de los electores en este momento. El Guanyem Barcelona de Ada Colau -boicoteado, por cierto, por los medios públicos de la Generalitat- también puede dar un vuelco a la situación en Cataluña. Dan muchísimo miedo a la versión cataláunica de la Casta y muchos ciudadanos la ven alcaldesa de la ciudad. Ya veremos si llegará a tanto -cabe no descartarlo, ojo- pero en todo caso sí que puede esperarse racionalmente un posicionamiento electoral altísimo y, consecuentemente, una descolocación total y absoluta de la correlación de fuerzas municipales a que, con más o menos variaciones, veníamos a estar acostumbrados en los últimos treinta años. No es una perspectiva que me guste, ya lo he dicho antes, porque, recordando a Zapatero, no es aventurado predecir que todas estas plataformas, a medio y largo plazo, constituirán un desastre financiero y quizá también organizativo en todas aquellas administraciones que controlen o en las que tengan fuerza suficiente como para fiscalizar.

Si los partidos pesebreros hubieran atendido las ansias de fondo que llevaron al 15-M en vez de mofarse de sus asambleas (que nunca fueron representativas de nada), si hubiesen rectificado sus formas y sus políticas en un sentido más favorable a los intereses cívicos, si hubiesen emprendido realmente el camino de la transparencia y hubiesen acabado con la corrupción, probablemente ni estarían ahora sufriendo (y con muchísima razón) por su futura posición política y con su propia existencia comprometida incluso, en algún caso, ni esas plataformas nuevas tendrían -ni lejanamente- las expectativas enormes que tienen hoy según todos los estudios e indicios.

Es lo que tienen la soberbia y la ceguera, el creerse atrincherados y seguros en una torre de marfil.

Imagen: Barcex en Wikimedia Commons
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