31 de enero de 2014

La Barcelona que se va

Hoy cierra otro establecimiento de toda la vida en Barcelona: el colmado Quílez. Es un no parar. En estos últimos meses, los barceloneses hemos visto cerrar estabecimientos tan entrañables como El Palacio del Juguete o la librería Roquer «Jardinets». Son dos simples ejemplos, como, por citar solamente un par más, lo fueron en su día la armería Beristain (nombre que los barceloneses habíamos catalanizado coloquialmente como Can Beristany), exiliada de la esquina de la Rambla con Ferran por un McDonald's de las narices, o el no menos entrañable (¡ay, los lectores de Cavall Fort de aquella época!) Esports Bavillesed, de la esquina Diagonal con Enric Granados. El etcétera es larguísimo, sin salir de mi generación.

Las Ramblas han sido devastadas en su práctica totalidad y otras vías comerciales como el Portal de l'Àngel también están siendo arrasadas, aunque aún hay tres o cuatro que resisten al vil invasor, como en la aldea de Astérix. La zona de los Jardinets del paseo de Gràcia, estaría total y absolutamente desconocida -en términos de locales comerciales- para alguien que hubiera estado ausente de Barcelona quince o veinte años. Solamente por citar dos o tres. También podríamos hablar de desastres -aún no tan generalizados, pero extendiéndose- en la Diagonal, en el propio paseo de Gràcia, en la Gran Vía, en la Rambla de Catalunya (el Quílez está -aún- en el chaflán de rambla de Catalunya con Aragó) y en un etcétera nada pequeño.

Hay una parte de toda esta catástrofe que hay que admitir como el signo de los tiempos. La ciudad evoluciona y, como en las familias, unos nacen y otros mueren. Negocios que por su naturaleza quedaron obsoletos o que, por cualquier causa, pasaron a ser inviables, comerciantes que se jubilan sin que sus hijos sigan con el establecimiento... son fatalidades contra las que nunca podrá hacerse nada. Y, al final, los que hoy nacen y son nuevos y casi advenedizos, mañana, en cosa de dos o tres generaciones, si aguantan, constituirán un cimiento de la memoria ciudadana en la misma o -esperemos- mayor medida que aquellos otros a los que sustituyeron en su día.

¿La especulación? Bueno sí, es muy fácil ciscarse en la especulación, yo mismo lo hago incesantemente, pero seamos claros: ¿alguno de nosotros vendería o alquilaría por 10 euros lo que hay tortas para comprarle o alquilarle por 50, 100 o incluso 1.000? También debemos tener en cuenta que, en Barcelona (y supongo que en Madrid y en otras ciudades españolas), ha habido un fenómeno de especulación inversa, es decir, arrendatarios que, aprovechando la perezosa inercia de una legislación promulgada prácticamente en estado de emergencia inmobiliaria (la normativa franquista de arrendamientos urbanos, que duró tal cual desde la posguerra hasta bien entrados los ochenta), han estado disfrutando, por dos centimillos de los de Borau, de inmuebles de un valor de mercado enorme. Esa especulación constituiría -en términos sociales- una atenuante y, según los casos, incluso una eximente, de la especulación posterior en sentido contrario. Y, bueno, aún se podría soportar que ese especulador inverso fuera realmente necesitado, esa viuda ancianita perjudiciaria de una pensión no constributiva que ha vivido ahí toda la vida, pongamos por caso; pero la realidad es que negocios saneadísimos y con unas cajas de cortar la respiración han estado durante muchos decenios instalados en locales enormes y céntricos a más no poder por los que pagaban mucho menos que un mileurista por su hipoteca; una cantidad, en muchas ocasiones -en muchísimas- demencialmente inferior a la del mileurista.

Pero más allá de todo esto, de tirios y troyanos, de especuladores por arriba y de especuladores por abajo, hay una cuestión de interés público: la memoria colectiva, y, si se me apura (que no hay que apurar mucho), histórica, de una ciudadanía, de un colectivo urbano.

Buscando referencias en red para ilustrar este artículo, he encontrado uno que habla precisa y centralmente de este tema, en el que el concejal de Comercio, Raimon Blasi (que lo es, además, precisamente de mi distrito, Sant Andreu), confiesa su impotencia para solucionar un problema que depende básicamente de las relaciones entre particulares en las que, en tanto estén dentro de la ley, la administración pública no puede intervenir.

Y, administrativamente, es verdad. Pero, claro, para ejecutar la normativa administrativa no nos hacen falta políticos, ya estamos para eso los funcionarios. De los políticos se espera, precisamente, eso, política, y la política tiene instrumentos administrativos (el fomento, la policía, dichas ambas cosas en el sentido técnico de la expresión, nadie invoca aquí y ahora a los antidisturbios) para lograr, acercarse o, siquiera, intentar, esos fines. ¿Por qué no se usan? Que lo expliquen los políticos. Yo, con datos en la mano, no lo sé. Pero tengo claro que no se usan.

Lo que sí sé es que una ciudad entregada a los intereses de unas minorías, y más aún si esas minorías (franquicias, multinacionales, etc.) no forman parte del tejido tradicional, de la socarrel, de esa ciudad, acaba siendo una acumulación de construcciones, sin espíritu ni carácter propio y sin otra historia que el redactado de más o menos sesudos libros de texto. Acaba siendo, ni más ni menos, como muchas veces he dicho yo, como muchísimas veces han dicho tantos otros, un parque temático, un casino, una atracción para guiris. Teniendo en cuenta, además, que los intereses en que ese sea, precisamente, el destino de nuestra ciudad, de Barcelona, son poderosos y andan metidos con mando en plaza en el propio Ayuntamiento, ya estamos al cabo de la calle.

Esta ciudad hace tiempo que ya no es mi ciudad y cada vez va siéndolo menos. Incluso en los peores tiempos de Franco, gris, guarra, mediocre, Barcelona era nuestra, de los barceloneses. Ahora ya no. La decisión de irme de ella cuando me jubile ya está tomada y sólo depende de que las circunstancias me lo permitan, que no sé si lo permitirán. Pero siempre había temido ese exacto momento, el momento de decirle adiós, de volverme hacia la Diagonal, extendida a mi espalda, para decirle que, si algún día regresara, sería también como guiri.

Ahora ya no lo temo.

Hasta eso me habéis quitado.

Imagen: SergiL en Wikimedia Commons
Licencia: GFDL

28 de enero de 2014

Con el culo al aire

Con alguna frecuencia, tenemos follón a cuenta de algún caso de sexismo, más o menos presunto. Esta vez ha sido a raíz de unas damas a las que una discoteca ha colocado en FITUR en medio de un pasillo y en paños bastante reducidos a fin de promocionar el negocio y [dicen que] la población en que está enclavado, Gandía.

El caso es que Alberto Fabra y el alcalde de Gandía se han desmarcado de la cuestión y han negado que esa exhibición de voluptuosidad femenina pueda aceptarse como representacón de los territorios de su respectiva jurisdicción, lo cual desató un artículo del inefable Toni Cantó que, encontrando la mar de normal la exhibición de señoras hipermásticas, aprovechó para hacer una macedonia de churras y merinas con comunistas, corrupción y hasta bomberos. Este artículo fue contestado en Twitter por una tal Barbijaputa (@Barbijaputa) -cuya identidad real desconozco- tuiteos que fueron a su vez contestados en términos bastante duros por otros usuarios de la red, lo que motivó una dúplica de Barbijaputa en ElDiario.es, dúplica sobre la que he de decir que, en términos generales, me parece muy plausible.

Yo nunca he sido muy de discotecas, ni siquiera cuando tenía la edad de ir a esos sitios, y, por tanto, he acudido muy poco y siempre he lamentado no haber ido aún menos. Quizá porque tampoco me gusta bailar, y menos la danza de la lluvia, que es lo que a todas luces (bueno, luces, pocas y sincopadas) se hace allí. Tampoco entiendo cómo puede ser que en un lugar donde la comunicación es absolutamente imposible se busque -y, más increíblemente aún, se encuentre- sexo. A lo mejor es porque mis sendas de los elefantes, discurrían por parajes más tranquilos. Por eso no deja de sorprenderme que se use el tirón sexual para atraer clientela a una discoteca, pero luego recuerdo que también se utiliza para vender, por ejemplo, neumáticos y me sorprendo un poco menos.

Personalmente, me ofende bastante que usen el gancho sexual para atraerme a una oferta comercial, porque eso representa suponerme un imbécil incapaz de refrenar sus impulsos primarios (además de un panoli que ignora que, consuma o no el producto, no va a alcanzar los favores de esas señoras). Me siento como si me ofrecieran un purgante elegantemente presentado en una adornada copa de coctelería, a fin de que adquiera papel higiénico.

No soy -y nunca me las he dado de- feminista, aunque tampoco comprendo bien el alcance de esa palabra, así que vete a saber, pero ser padre de mujeres da una perspectiva bastante especial a este asunto, quizá porque la visión de jovencitas de su edad vestidas de conejita más o menos cutre me provoca una transposición inmediata y sumamente desagradable. La misma que me acomete cuando imagino a una de mis hijas contestando de buena fe a un anuncio en el que solicitan azafatas de congresos a 60 euros por día, para encontrarse con que lo que realmente quieren son putas a 400 euros por hora, a beneficio de cierta chusma que acude a los congresos para echar una canita al aire. Y, por cierto, hay que ser tonto (tonta, en el caso) para tragarse lo de los 400 euros a la hora: ninguna prostituta de ningún nivel gana eso neto (dudo de que ni siquiera bruto).

¿Recordáis aquella entrada sobre la azafata del autobús? Pues cuando veo a esas pobres chicas voluptuosas, pintarrajeadas y en paños menores haciendo el indio en medio de cualquier certamen (seguro que, además, por tres pesetas), me acomete la misma sensación, pero en sentido diametralmente inverso: pienso que tendrán un padre y una madre, que se habrán esforzado para darles los pocos o muchos estudios que tengan (que no te sorprenda que sean licenciadas en cualquier cosa, ojo) para acabar viéndolas así, muslos y escotes al viento, promocionando una discoteca cualquiera. ¿Y qué estarán pensando esos padres y esas madres? Quizá encima bendiciendo que tengan en qué sacarse un duro sin tener que poner el coño más allá de lo socialmente tolerado, después de tantos años trabajando y sacrificándose para que a sus hijas les paguen por el cerebro y no por el culo. Y que no me vea yo en las mismas.

Por eso me da asco usted, señor Toni Cantó, por eso he desconfiado siempre de UPyD y por eso jamás votaré a ese partido.

26 de enero de 2014

La japa del autobús

Me he ciscado muchísimas veces en los guiris que nos agobian a los barceloneses; y lo seguiré haciendo, porque creo que tengo razón y porque nadie me ha demostrado que no la tenga. Y más que en los guiris, en quien me cisco es en quien los trae a patadas, por centenares de miles, para hacer el gran negociazo a costa de una ciudad que ya ha dejado de ser de sus habitantes, de una ciudad que nos han robado para convertirla en un parque de atracciones. Lo he dicho muchas veces y me ratifico en ello con cuarenta toneladas de determinación.

Pero ello no quita que algunas cosas le lleguen a uno al corazón.

Hoy he tomado el autobús para bajar a la plaza Urquinaona a fotografiar un edificio racionalista (pronto lo veréis en Flickr) y en el asiento enfrentado al que yo ocupaba se ha sentado una japonesa que llevaba un trolley enorme, tipo baúl. En un momento dado, me ha preguntado de forma balbuceante por la Ciutat Vella y, aún no sé cómo, he logrado la inspiración para responderle en inglés que un poco más abajo de la parada final tenía la plaza Catalunya y que, desde allí hacia el mar, ya era Ciutat Vella. Todo será que la pobre no haya acabado en el Tibidabo.

Entonces inició la conversación y me preguntó en un español bastante correcto (le costaba un esfuerzo de concentración, pero lograba sacarlo muy potable) si yo había nacido en Barcelona. Al responderle afirmativamente, exclamó un «¡Qué suerte!» casi conmovedor. Me preguntó si hablaba catalán y, al contestarle que sí, quiso saber si lo había aprendido en el colegio. Le dije que no, que lo había aprendido en casa, que mi etapa escolar transcurrió en tiempos de Franco y que, en aquel entonces, de catalán en el cole, nada. ¿Y el castellano? (ella decía español): el castellano sí que ha estado siempre en el cole, entonces y ahora.

Se declaró entusiasmada por el modernismo, delirante por Gaudí y levitante con la Sagrada Familia, que en Japón, dijo, son conocidísimos. Evité desilusionarla y renuncié a decirle lo que pienso: que la Sagrada Familia es un perfecto cagallón, no sólo lo construido después de Gaudí, sino incluso lo que hizo Gaudí mismo, que no me extraña que les guste a los orientales porque esto es darle tal vuelta de tuerca al romanticismo modernista (yo, que no sufro el romanticismo) que el tío creó una perfecta pagoda de dimensiones descomunales, algo oriental, realmente muy poco distintivo de la cultura occidental. Únicamente le dije, eso sí, que en Barcelona hay muchísima arquitectura excelente que no es modernista y que, incluso dentro del modernismo, hay edificios para mi gusto apreciables al no haber caído en la exageración pseudochurrigueresca de los grandes figurones (ya sabéis, Gaudí, Domènech i Montaner, Puig i Cadafalch, esa panda...). Volví a hablarle del racionalismo, del movimiento moderno y demás, y se mostró interesada. Además, el autobús pasó por delante mismo del edificio al que yo iba a fotografiar hoy (de hecho, lo he fotografiado) y le pude enseñar un bonito ejemplo de ese estilo arquitectónico.

¿Sabéis lo más grande? Ha estado en Barcelona tan sólo cinco días. ¿Aprovechando, quizá, un viaje de negocios? No: vino expresamente desde Japón para pasar aquí solamente cinco días. Y el año pasado hizo lo mismo. ¿Cómo no iba a envidiarme el haber nacido y vivido aquí desde siempre?

Al despedirnos, me dijo que estudiaría el racionalismo y el movimiento moderno en Barcelona. Yo no llevaba tarjetas, pero le dejé mi dirección de correo electrónico y le prometí que, si volvía, le enseñaría una Barcelona que no aparece en ninguna guía turística (sin intenciones aviesas, no seáis mal pensados: ella podría ser mi hija y yo soy ya un vejestorio en ciernes).

Y luego, ya en la plaza Urquinaona, miré en derredor como queriendo abarcar mi ciudad. Mi ciudad, así la aludía Ignacio Agustí (CAT) -hoy maldito, claro- en aquella crónica exacta e incisiva que fue la pentalogía «La ceniza fue árbol». Mi ciudad, esa expresión de amor y de odio profundos como encantadora y odiosa es ella misma. Mi ciudad, dichosa Barcelona, querida y amada Barcelona, embustera, falsa y puta Barcelona...

No sé si eso podrá llegar a comprenderlo una japonesa enamorada de un mito, de un Xanadú idealizado hasta el paroxismo, pero, si regresa y me llama, lo voy a intentar.

Imagen: Sagrada Familia: fachada de la Pasión. Foto del autor
Licencia: CC-by-nc-sa

23 de enero de 2014

El hombre del puro

Lo veíamos todos los días, sobre las ocho menos veinte de la mañana. El hombre, de una edad indefinible, sobre los cuarenta o los cincuenta, averigua, bajito, regordete, tripón, el pelo greñudo y despeinado, la piel de la cara con ese moreno de aspecto de mal o poco lavado, de andares contoneantes y pausados, así como de ganso, y el puro. El puro era la clave de bóveda del conjunto, un puro que fumaba con evidente regodeo, echando humaredas de auténtica locomotora, un puro que tenía todas las pintas de acompañar a un buen carajillo, ingerido poco antes o camino del mismo. Y allá iba, encaminándose nunca hemos sabido ni adivinado a dónde, como proclamando con grandes y densas volutas de humo, su satisfacción con la vida, su hermandad y amor por la Humanidad. Porque, aún en su cutrez, el hombre respiraba -además de lo que respiraba- sosiego y hermandad.

Lo dejamos de ver. Un día nos dimos cuenta: «¿Y el hombre del puro? Hace días que no lo vemos». Y, en los días siguientes, observamos con singular atención, cada vez que pasábamos, aquel tramo del barrio de Gràcia, próximo a la calle Escorial. Nos preocupó. Durante unos breves segundos, pero diariamente, nos preguntábamos qué habría sido de él y nos inquietaba la posibilidad de que le hubiera pasado algo. Porque su aspecto, tan bonachón, tan pacífico, no era precisamente saludable, y el puro no contribuía precisamente a mejorar la impresión.

Un día, pasado el verano vacacional, en plena rentrée septembrina, lo encontramos de nuevo. Deambulaba, como siempre, rodeado de su perenne niebla de incienso tabáquico, con su caminar anadeante, nos parecía intuir que saliendo del bar o camino del mismo (pobre: a lo mejor resulta que es -o era- abstemio) y con su aspecto de ir de la mano de un mundo feliz. Mira, nos dio una alegría verlo. Nuestro «hombre del puro» formaba ya parte del paisaje urbano camino del trabajo. Sin él, la cosa era más fría, más impersonal, nos faltaba algo.

...Y volvimos a dejar de verlo. Aquel día constituyó una excepción y hasta hoy.

Muchos días nos preguntamos qué habrá sido de él. Ese aspecto y ese puro -quizá el primero de muchos otros durante el día- no hacen presagiar nada bueno, pero si no fuéramos a verlo de nuevo, nos gustaría saber -y procuramos pensar, pese a funestos presagios- que no le ha sucedido nada truculento, que solamente se ha jubilado, o que ha encontrado otro trabajo mejor, o que se ha mudado de vivienda o, simplemente, que, harto de ese trayecto, ahora realiza un recorrido diferente que ya no concide con el nuestro.

De cualquier modo, lo echamos de menos. A él y a su puro.

A su augurio de bonanza y tranquilidad para toda la jornada.

Imagen: ADwarf en Wikimedia Commons
Licencia: Dominio público

22 de enero de 2014

Esto no es plan

Oir decir a Rajoy que tiene «un plan para Cataluña» me hace venir reminiscencias siniestras, algo así como un eufemismo al estilo «solución final». Me pregunto qué plan puede tener este tío en la representación que ostenta de la brutalidad mesetaria, parcialmente culpable de todo lo que está pasando.

Que diga que mientras él sea presidente ningún territorio español va a independizarse, no me consuela. En primer lugar, porque no va a ser presidente toda la vida (incluso podría no serlo dentro de dos años, según rueden las cosas); en segundo lugar, porque Rajoy miente más que habla, de modo que cuando Rajoy dice que aquí no se independiza nadie, el independentismo debería ir refrescando el cava; y, en tercer lugar, porque conociendo las metodologías a que le obligan sus bárbaros (votantes, acólitos, compinches y demás ralea) su «plan para Cataluña» bien podría acabar siendo la «solución final» para España.

Porque una cosa es que la legalidad vigente impida quiérase o no la barbaridad propulsada por el tándem Mas-Junqueras y otra cosa es creer que acerrojando la legalidad vigente se soluciona un problema de raíces ya históricas. Porque, sí, el cerrojo legal impedirá la consulta -y cualquier otro sucedáneo que se le busque- y si, efectivamente, es verdad que se está saliendo de la crisis y esta salida acaba siendo percibida por la ciudadanía (ojo, que lo estoy poniendo todo en condicional), el órdago de esos dos quedará en agua de castañas pilongas, porque a mí nadie me descabalga de la idea de que las manifestaciones y las cadenas, de que el salto brusco del 18% del electorado a los centenares de miles de manifestantes o cadeneros (aunque cada vez que hablan le aumentan cien mil a la cosa, acabará pareciendo el chiste del cura exagerado) responden más a la desesperación social de no ver la salida de un túnel muy largo y muy negro y a la indignación por la brutalidad política -en forma y fondo- que nos está cayendo (a todos los españoles) desde Madrid, que al deseo de independencia puro y duro. La gente no se hace independentista (en el sentido serio de la palabra) de la noche a la mañana y toda esta marea no es más que un fenómeno coyuntural, esto está claro.

Sí, insisto, el cerrojo legal acabará con el invento pero... ¿hasta cuándo? ¿Cuándo volverá a haber en Cataluña un nuevo órdago secesionista? Porque que nadie lo dude: volverá a haberlo tan pronto aquellas leninistas condiciones objetivas lo permitan, como lo han permitido ahora (el momento en que se ha producido ese órdago no es casual, en absoluto). En otras palabras: la pájara suicida de Mas se irá al garete de aquí a la primavera del 2015, pero la presión nacionalista y el problema histórico permanecerán.

Conociendo la psicología de la brutalidad mesetaria, imagino que el plan de Rajoy consistirá en algo parecido a un grandísimo palo y una pequeña zanahoria. O, en otras palabras, se enrocará en la legalidad y en el no seco y sin más, y, como pomada analgésica largará algunos milloncitos de euros para empezar o acabar esa autopista, aquel enlace ferroviario o, a lo mejor, hasta la gestión del aeropuerto de Barcelona (no me lo creo ni viéndolo). No pueden ser muchos millones, por otra parte, porque tampoco los tiene, así que no me extrañaría nada que recurriera al burdo y estúpido truco de hacer pasar el Corredor del Mediterráneo como una generosa concesión, cuando todos estamos al cabo de la calle de que es una imposición europea que ha sido combatida tanto por el PSOE como por el PP hasta el límite de sus afortunadamente escasas posibilidades al respecto. No veo qué otro puede ser el plan de Rajoy, y más si consideramos su calidad imaginativa y la de su banda. Además, ese ha sido el plan mesetario de toda la vida, no sería en absoluto nada nuevo.

Ahora bien... ¿cuál es verdaderamente el problema histórico al que aludo? Porque quizá alguien podría pensar que el problema histórico al que me refiero es a ese tebeo nacionalista que hacen empezar en 1714. Y no. El problema histórico del que hablo es una horquilla con dos púas: una, empieza con el romanticismo decimonónico y el proteccionismo industrial que se acoge al regionalismo carlista contra la política liberal de Narváez (entre otros) y que busca un motor intelectual (la pela, por sí misma, no mueve voluntades populares) que acaba encontrándose en Valentí Almirall; otra, una sensación desde el común de España -en la que lo lingüístico es factor fundamental- de que Cataluña y los catalanes somos... menos... españoles. Es una idea que puede parecer curiosa, pero es así y es antigua (puede verse ya en Quevedo, por ejemplo, mucho antes del famoso y dichoso 1714): fueron antes los separadores que los separatistas. El común de España nunca ha entendido ni querido entender que se pueda ser español y hablar... otra cosa. El fet diferencial, la lengua como factor político separador, ha sido el leit motiv del nacionalismo y del secesionismo, pero fue creado en la meseta.

Y por más que en la meseta lo nieguen (véanse los comentarios en las paellas de «El Incordio» siempre que toqué el tema) el hecho lingüístico catalán provoca, aún hoy, estupefacción. Y contrariedad. Hágase un prueba muy sencilla. Imagínense un grupo de amigos todos españoles, menos dos que son ingleses, aunque ambos hablan perfectamente bien el castellano; lógicamente, el idioma común del grupo es el español, pero los ingleses (pongamos que son un matrimonio) efectúan de vez en cuando cortos comentarios en inglés entre ellos; y no pasa nada, en general, todo el mundo entiende que esa pareja se ha hablado toda la vida en inglés y es natural. Ahora, imagínese la misma exacta situación, sólo cambiando a los ingleses por catalanes: en el momento en que uno le hable al otro en catalán, se suscitarán airadas reacciones de protesta o, en el más educado de los casos, claras muestras de frío y silencioso desdén. La idea de que el catalán es un idioma secundario, únicamente para uso privado, aún prevalece; el mesetario no logra concebir que dentro de España pueda tenerse como primer idioma otra lengua que no es el castellano (hay que ver la ampulosidad y la intolerancia con que exigen que se le llame español; yo suelo divertirme diciéndoles -porque, además, así lo siento y entiendo- que cuando hablo en catalán también hablo en español y me encanta ver su cara de denegatorio asombro).

Es todo este proceso histórico el que hay que reconducir, mejor dicho, ambos procesos históricos. Y eso no se hace en un día, ni se hace desde la brutalidad mesetaria ni, desde luego, van a ser capaces de reconducirlo un Rajoy o un Mas desde su vulgaridad. Porque es muy difícil integrar en una misma unidad histórica vivencias locales distintas y un idioma diferente: necesita paciencia, tacto, mimo y unas miras tan anchas como un ojo de pez... y por parte de todos. Es algo que tiene que empezar desde las bases educativas mismas del común de España, en general, y de Cataluña, en particular, y echarle años de trabajo incesante siempre con el objetivo puesto a largo plazo.

Seguro que este no va a ser el «plan para Cataluña» de Rajoy.

Ay.

Imagen: Fragmento del Liber Iudiciorum (siglo XII). Biblioteca de la Abadía de Montserrat (Fotografía de HansenBCN en Wikipedia Commons)
Licencia: Dominio público

13 de enero de 2014

La madre del cordero

Hay cosas que, pese a conocer bien -según creo- este desgraciado país, todavía me asombran.

En mi barrio hace tiempo que colea la solicitud de un importante número de vecinos -aunque no está claro si mayoritario- que exigen la implantación de la zona verde. En Barcelona, esa zonificación, complementaria de la azul, es un área delimitada para el estacionamiento preferente de los residentes en sus proximidades, de tal modo que por un precio verdaderamente irrisorio pueden estacionar sus vehículos privados hasta un máximo ininterrumpido de una semana.

Tras una de las polémicas en el Consejo de Barrio, comenté con un grupo de los que exigen zona verde que estacionar gratuitamente -o casi- en la calle no constituye un derecho ciudadano fundamental, que el uso privativo de la vía pública debe regularse de acuerdo con el interés general y no el de particulares y que cuando uno se compra un coche, debe estar concienciado de que va a tener que afrontar unos gastos: impuesto de circulación, tasas de ITV, carburante, revisiones periódicas, seguro, reparación de averias... y, sí, también el estacionamiento. Les indiqué que yo pago una plaza de parking desde hace muchos años y que, bueno, el día que no pueda pagarla, sencillamente no tendré coche, porque no asumo estacionar el coche en la calle sí o sí (por aquello del equilibrio neuronal).

Ni que decir tiene, que la respuesta fue, como es habitual, en dos sentidos: el primero, la insinuación de que yo soy una especie de potentado, un sobrado; la segunda, que necesitan el coche para trabajar. A la primera parte de la respuesta, contesté con mi habitual sarcasmo al respecto: los pobres no tienen coche (y volví a lo dicho en el párrafo anterior y las previsiones de gasto) porque el coche es un lujo; a la segunda parte, mi dúplica aún les enfureció más: el noventa por ciento de los que dicen que necesitan el coche para trabajar, miente; de más o menos mala fe, pero miente. A menos, claro, que necesitar para trabajar equivalga a necesitar para dormir media hora más o necesitar para no ir en bus o en metro como un pringado cualquiera, que es pensamiento muy extendido principalmente entre pringados. De todos los que dicen que necesitan el coche para trabajar (esto se lo he llegado a oir decir a un parado, no te lo pierdas) no lo necesita de veras ni un 10 por 100 y creo que ya me paso de generoso con esta proporción.

Sin perjuicio de que, por supuesto, cada cual es muy libre de tener coche cuando, como y para lo que le dé la gana, claro está, pero no a costa de mi parte alícuota de espacio público.

¿Por qué recuerdo ahora esta historia que, repito, en mi propio barrio es recurrente? Por lo del barrio de Gamonal, en Burgos.

Obviamente, no vivo allí y sólo sé lo que pasa por la prensa y por Internet, así que mi análisis puede estar equivocado (de hecho, estoy convencido de que saldran muchos -tan informados o poco informados como yo diciendo que es absolutamente erróneo y hasta no faltarán tres o cuatro que me llamarán canalla vendido al capitalismo y al PP). Pero, claro... El alcalde quiere hacer un bulevar de una calle convencional, hoy, según veo en el proverbial Google Maps, una ancha avenida (en realidad, la travesía de una carretera nacional) que imagino poco transitada por (sigo imaginando) alternativas viales (rondas de circunvalación o similares) para el tráfico que pasa por Burgos pero no se detiene allí.

Visto así, no veo la cosa tan terrible. Es verdad que el alcalde no ha hecho un referendum ni entre los vecinos del barrio ni entre los del común de la ciudad; de hecho, esto de los referendums no es una mala fórmula democrática, pero me da miedo lo que puede ocurrir si se implanta en este país tan aficionado a pasar de África a Suecia en cuatro días (y así después pasa lo que pasa). Además, esto de los referendums, al presente, trae mal fario. También es verdad que el constructor adjudicatario de la obra es un individuo ciertamente sospechoso y de muy negros antecedentes. Y, bueno, no sé cómo anda de carencias la ciudad de Burgos y, por tanto, no puedo juzgar si los 8 millones de euros en que está presupuestada la obra (que, como siempre, acabarán siendo 16) están mejor gastados en esto o en otra cosa. Pero, en principio, así en principio y sin ir más allá, la conversión de una arteria viaria otrora de alta densidad y, al presente, en declive, en un bulevar de paseo y comercial, no está mal; en Barcelona se ha hecho en muchos sitios y la impresión general es -o me parece a mí- bastante positiva.

Pero es que la bulevarización no viene sola: como consecuencia de la misma, se acaba con el libre aparcamiento en toda esa zona y, para compensar la carencia sobrevenida de plazas de estacionamiento en la vía pública se construye también un parking subterráneo. De pago, claro está.

Y ya tienes a la calle Vitoria ardiendo.

Por eso reitero la pregunta que hace un rato he formulado en Twitter: ¿establece la Declaración Universal de los Derechos Humanos el derecho inalienable a disponer de una plaza de estacionamiento gratuito en la vía pública?

Pues esto es este país y por eso nos pasa lo que nos pasa. Toda Europa estaba sorprendida ante la mansedumbre -yo lo llamaría de otra manera- de este país ante la agresión brutal a derechos -esos sí: importantes y capitales- como los laborales, como la sanidad, como la educación, como las jubilaciones, como la asistencia social... y arde medio Burgos porque les quitan el aparcamiento en la calle.

Si Europa no nos cala bien calados ahora...

Imagen: Calle Vitoria (captura de Google Maps)
Licencia: Dominio público

7 de enero de 2014

Constitución... ¿de Nueva Planta?

Me he pasado este día de Reyes -bueno, unos cuantos ratos del día de Reyes- discutiendo en Twitter sobre por qué el independentismo catalán sólo tiene dos salidas: o la reforma constitucional que permita la famosa consulta o la vía de hecho. Como parece que aún queda algo de seny en el independentismo, ven claro que la vía de hecho, el fait accompli, es imposible de todo punto. Y en la contrariedad de la constatación, por más recovecos que busquen, de que sus únicas -e ínfimas- posibilidades sólo están en esa prácticamente imposible reforma constitucional que se cargara el «indivisible» que contiene el artículo 2, sin matiz ni excepción posible, se revuelven reprochándome mi presunto puritanismo constitucional que, según ellos, sería contradictorio con mis reiterados exabruptos contra la pepa del 78, que ya no nació muy lucida y ahora está hecha un asco de veras. Como decía aquel, entre todos la mataron y ella sola se murió.

Pero sobre la Constitución, sobre los puritanismos constitucionales y sobre la no menos presunta sacralización de la Constitución que se está haciendo ahora, habría que decirles a los secesionistas unas cuantas cosas. Para empezar, la más evidente: la sacralización de la Constitución ni es de ahora ni se ha inventado especialmente para rechazar al secesionismo; la sacralización de la Constitución existe desde que existe la propia Constitución y nos la hemos tenido que comer con patatas todos los españoles en prácticamente todos los temas, desde la monarquía hasta el independentismo, pasando por los derechos sociales, la economía social de mercado, un montón de derechos que sólo están sobre el papel y un montón de aspiraciones -algunas perfectamente legítimas, otras quizá no tanto- que han sido abortadas (¡ay!), es decir, liquidadas antes de nacer, porque no estaban en el papelín, porque el papelín decía otra cosa o porque los de la Casta nos decían que el papelín decía otra cosa aunque en ciertos aspectos ni Dios sabe qué coño dice el papelín cuyas sucesivas interpretaciones pueden contarse, sin exagerar, en más de una docena.

Veamos cómo son las cosas, por si alguien no se ha enterado. Aquí, Mas y sus adláteres (aunque ya no se sabe quién es adlátere de quién) han planteado una consulta que será (dicen) convocada para el próximo 9 de noviembre. Pero para que esa consulta sea legal, el Gobierno [español] tiene que autorizarla. No tiene, evidentemente, ninguna intención de hacerlo pero es que, aunque la tuviera, no puede autorizarla. ¿Por qué? Porque una de las opciones de esa consulta es la independencia de Cataluña y el artículo 2 de la Constitución dice que España es patria común e indivisible de todos los españoles (la negrita, obviamente, es mía). Por tanto, un Gobierno español jamás puede autorizar una consulta que pueda dar paso a la divisibilidad de España, porque esa autorización sería impugnada ante el Tribunal Constitucional y allí se caería al abismo con casi toda seguridad.

La forma legalmente correcta, pues, para llegar a esa consulta es lograr (largo me lo fiáis) una reforma constitucional que eliminara esa palabra, «indivisible», o, por lo menos, la sometiera a la excepcionalidad mínimamente necesaria para que un Gobierno español pudiera (si quisiera, que esa es otra) autorizar la consulta; o puestos a reformar la Constitución, hacerlo también (también, esto es, además) en el sentido de otorgar a las comunidades autónomas la facultad de convocar consultas vinculantes incluso con los fines que nos ocupan. Dejémonos de especulaciones: a fecha de hoy, no hay más camino que esto o esa terrible vía de hecho a la que he aludido, pero espero que nadie esté tan loco como para recurrir a ella de veras; las consecuencias serían horribles, espantosas, que nadie lo dude.

En lo que a mí personalmente concierne -en algunos momentos de la discusión en Twitter me ha concernido- mi apuesta por la legalidad sistemática de toda reforma a la que se aspire, ni es de ahora ni ha nacido con el tema del independentismo. Ya con el 15-M se suscitó la cuestión y aquí puede verse mi parecer ya por aquel entonces (especialísima atención al quinto párrafo), hace va para tres años, sin que el independentismo tuviera nada que ver con lo que se estaba tratando.

Pero es que, además, los secesionistas hablan de la Constitución como si fuera una especie de castigo divino sobrevenido injustamente sin que los catalanes tuviéramos arte ni parte, como si la Constitución nos fuera algo ajeno específicamente inventado para asfixiar esa presuntamente masiva ansia independentista (sobre la que habría mucho que hablar, pero no será hoy), como un nuevo y feroz Decreto de Nueva Planta. Es decir, la Constitución va camino de verse envuelta en esa inmensa nube de fabulación histórica que siempre ha caracterizado al nacionalismo (incluso en su propia partida de nacimiento). Por tanto, habrá que hacer cantar a los números, a ver si nos enteramos (si es que queremos enterarnos).

La Constitución fue aprobada por todos los españoles en un referendum democrático, es decir, universal, directo, igual y secreto, en el que cada pepe con DNI pudo ir libremente a votar Sí, votar NO, votar en blanco, votar nulo o pudo no ir a votar con la misma libertad, y todo ello con independencia de raza, sexo, religión, orientación sexual, clase social, lugar de nacimiento y lugar de residencia. Lo mismo pudo votar (o no, si no le dio la gana) un catalán que un extremeño. Y más aún: dentro del grupo de padres de la Constitución (es decir, los que cocieron el mejunge) había dos catalanes (Jordi Solé Tura y Miquel Roca Junyent). No sé si entre ese reducidísimo grupo habría alguna futura comunidad autónoma con mayor representación; ni siquiera creo que igual. Sentada esa premisa, vamos a los números...

Fuimos llamados a votar 26.632.180 españoles, de los que votaron/votamos (lo que yo hice no le importa a nadie) 17.873.301 (un pelín más del 67%). Votaron/mos a favor 15.706.078 (88% del voto emitido y 59% del total del censo). Concretamente en Cataluña, de un censo electoral de 4.398.173, votaron/mos 2.986.810 (68%). Votaron/mos a favor 2.701.870 (90% del voto emitido y 61% del total del censo).

Lo que significa que no sólo Cataluña aprobó la Constitución con nada menos que un 90% de los votos emitidos, sino que superó la media española en participación y en voto afirmativo, tanto sobre los votos emitidos como sobre el censo electoral. Casi nada lo del ojo.

Pero no sólo eso. Fijarse en las pocas regiones que nos superaron (% sobre voto emitido): Andalucía, Canarias (aunque con menos participación que Cataluña) y Murcia (por muy poco: el porcentaje fino de voto afirmativo fue del 90,4 en Cataluña y del 90,8 en Murcia). (Nota: Murcia era provincia, no comunidad autónoma, pero al constituirse en tal, su demarcación territorial coincidió con la que había sido la provincia). Comunidades autónomas tenidas hoy por cavernícolas, como custodias de la esencia del Hispanistán, respondieron a la Constitución con menos entusiasmo que nosotros, los mismísimos catalanes.

O sea que no nos vengan con cuentos chinos: esto son cifras y lo demás romances. O manipulación.

Después está el otro argumento (este a cargo de jóvenes): muchos de los catalanes de hoy no votaron esta Constitución. Bueno ¿y? ¿Cuántos británicos han votado la Carta Magna (1215)? ¿Cuantos norteamericanos han votado su Constitución (1787) o, incluso, la última de sus enmiendas (propuesta en 1789 pero ratificada en 1992)? ¿Cuántos franceses han votado la Constitución de la actual Vª República (1958)? ¿Cuántos italianos (1947) o cuántos alemanes (1949) la suya? Si es que, encima, tenemos una de las constituciones más jóvenes de nuestro entorno (si exceptuamos a los países del antiguo Pacto de Varsovia)...

Todo eso son realidades, realidades que, por mucho que se desee cerrando muy fuerte los ojos y concentrándose mucho y pidiéndoselo con mucha fe al niño Jesús, no pueden canviarse a conveniencia de ninguna ideología o movimiento social o político. Quizá dentro de cien años el nacionalismo pueda engañar a los niños explicándoles cómo la Legión, violando y matando a mansalva, impuso en Cataluña el texto ominoso que cercenaba el camino a la libertad. Quizá entonces, pero hoy no. Hoy somos demasiados aún (por más jóvenes que no la hayan votado) los que recordamos cómo fue el proceso constitucional de 1978 y somos muchísimos los que a la hora de dar cifras como las que yo he dado, ni siquiera tenemos que recurrir a Internet y nos basta con tirar del archivo de recortes de prensa que tenemos en la estantería.

La Constitución de 1978 está ahí porque la quiso la mayoría de los españoles. Y, sobre todo, una ingente mayoría de catalanes.

Punto.