25 de septiembre de 2014

Protección ¿de qué datos?

Llevo ya tiempo constatando que todo el tinglado legal montado alrededor de la protección de datos, del derecho a la intimidad y todo el resto de la tabarra, sólo ha servido para dificultarle la vida aún más al ciudadano, para burocratizar estúpida e innecesariamente aspectos que, ya de por sí, estaban excesivamente burocratizados. Por supuesto, sin la contrapartida de una verdadera protección de nuestros datos ni de la firme custodia de nuestro derecho a la intimidad. Desde la simple -pero engorrosa- molestia del dichoso aviso de las cookies cada vez que entras en una página más o menos comercial de la red, hasta agresiones flagrantes e impunes -cuando no con bendición gubernamental- como, a modo de simples ejemplos, el hecho de que en Cataluña se estén vendiendo desde la sanidad pública a corporaciones privadas datos sanitarios de los ciudadanos o que grandes superficies intercepten, sin que nadie les diga nada, lo que se hace con y desde nuestros móviles y nuestras propias conexiones en su área de influencia.

Concreta y habitualmente sufro este problema en mi trabajo y suerte que los compañeros de los servicios de personal intentan que el problema no lo sea o no lo sea tanto. Un ejemplo concreto y relativamente habitual: tanto mi abuelo paterno como mi padre fallecieron -cada cual en su día, obviamente- a consecuencia de un cáncer de colon. A causa de esto -el cáncer de colon tiene o puede tener un importante componente hereditario- cada par de años me realizan una colonoscopia. La colonoscopia, entre la prueba propiamente dicha y la reanimación, dura una hora u hora y media, aunque, como has sido objeto de una sedación, sales -según el día- o cascado o colocado o ambas cosas y así estás durante algunas horas. No son muchas, pero basta que sean dos o tres para que lo que quede de ese día esté liquidado en términos laborales, a no ser que te la hagan muy a primera hora, en cuyo caso quizá puedas aprovechar la tarde. Pero es que, además, antes de la colonoscopia (generalmente la mañana antes o la tarde antes) hay que... en fin, prepararse, ya me entendéis, lo cual sí que imposibilita de todo punto acudir al trabajo. En definitiva, sumada una cosa con otra, es un día entero de ausencia laboral (lo que muchos empresarios, impropia y canallescamente llaman absentismo), ausencia laboral que, obviamente, hay que justificar. Y a eso quería yo llegar.

Se pide en el servicio correspondiente el justificante. Y el justificante solamente dice que el señor Cuchí ha acudido tal día y a tal hora para hacerse una prueba.

- Oiga ¿no podrían especificar que ha sido este tipo de prueba?
- No señor, no podemos: normas de privacidad
- Bueno, ya, pero comprenda que este justificante, en su estricta literalidad, puede referirse lo mismo a una colonoscopia que a una radiografía o una extracción de sangre para un análisis. Y no son lo mismo, en términos de ausencia laboral.
- Pues lo siento, pero las normas son así y no puedo hacer nada más.

Afortunadamente, como he dicho, en el Servicio de Personal del Departamento en el que presto servicios nunca me han puesto pegas. Incluso en cierta ocasión que escribí de mi puño y letra en el justificante que la tal prueba había sido una colonoscopia, me lo devolvieron diciendo que los motivos no interesan por cuestiones de privacidad (digo yo que soy el único amo de mi privacidad ¿no? Pues se ve que no). Pero imaginad -y no cuesta nada imaginar- a cualquiera de los empresarios negreros que tanto abundan o de un responsable de recursos humanos mala bestia de una empresa -pájaro también abundante- o, simplemente, que cualquier día llegue a mi departamento un secretario general también en plan intransigente... ¿qué se hace, entonces?

Llega constantemente a mi casa publicidad no deseada en formato de papel, a mi nombre o al de alguien de mi familia; no digo nada ya del correo electrónico; me llaman por teléfono catorce mil individuos con mil acentos diferentes que parecen conocer al dedillo mi vida y milagros en materia de telecomunicación. Y ojo: soy de los que toman precauciones, dentro de lo razonable (ir de paranoico por la vida termina convirtiéndote en paranoico de veras). Constantemente leemos en los periódicos y en la Red que X centenares de miles de contraseñas han sido robadas a tal servicio, que circulan decenas de fotos de desnudos de señoras que no querían que circularan sus fotos desnudas. Parece que cualquier imbécil que disponga de tiempo puede clonar a cualquier usuario de una red social que le apetezca. Los padres están preocupadísimos (bueno, los que se preocupan, que no sé yo si llegarán a ser la mayoría) por las trapazadas que pueden jugarles a sus hijos en la red. Excuso decir los incidentes que constantemente sufrimos los fotógrafos aficionados. Y podría seguir llenando decenas de líneas con ejemplos.

Y nada, absolutamente nada de esto se ve evitado ni paliado por una farragosa legislación de [teórica] protección de datos y de protección de la privacidad y la intimidad que el ciudadano honrado y común sólo ve realmente cuando se la echan encima para complicarle la vida.

En definitiva, otra tomadura de pelo al sufrido españolito, al que se zancadillea una y otra vez, sin que sus datos, su privacidad y su intimidad tengan, en la palpable realidad, la menor protección.

23 de septiembre de 2014

Abortando el aborto

Muy bien, la ley del aborto no se toca y sólo se modificará -muy razonablemente, a mi modo de ver- la libertad de abortar sin conocimiento -y, por tanto sin autorización- de los padres a las mujeres de 16 y 17 años, obligando nuevamente a esa autorización (y, por tanto, a ese conocimiento). Yo lo siento, pero o se tiene mayor edad o no se tiene y antes de los 18, ni se vota, ni se aborta (esto último, con la excepción del consentimiento paterno). Si se quiere una mayoría de edad progresiva, me parece muy bien, estoy muy de acuerdo: puede empezar -por partes, insisto- a los 15 y terminar a los 21 (que es cuando realmente se empieza a ser mayor de edad), pero no por vía de atajos. Como casi siempre, en los últimos tiempos, el remedio pasa por una reforma constitucional.

Pero, volviendo a la cuestión, hay un problema que la ley del aborto actual no soluciona; tampoco creo que lo agrave demasiado, pero no lo soluciona: 140.000 abortos anuales en España.

Esto no puede ser. El aborto plantea cuestiones éticas aún no resueltas y, sobre todo, es una gran putada para la mujer a la que le toca abortar. No se trata de restringirlo por ley (sabemos, además, que eso no lleva a nada) sino de erradicar las causas que llevan a él. ¿Cuáles son? Pues no lo sé muy bien, aunque alguna idea me parece que tengo y luego la expondré. Uno diría -diría, insisto- que la información contraceptiva que se imparte en este país es parca y cutre, pero suficiente como para que, en general, se tomen medidas de seguridad operativas. Ni puede ser que 140.000 abortos respondan a 140.000 fallos de contracepción, ni puede ser -si es el caso y tiene muchas pintas de serlo ocasionalmente- que el aborto sea un contraceptivo más o menos extremo. El aborto debería ser un último recurso cuando han fallado muchos otros, pero no un recurso que por más que, como digo, extremo, resulte natural, cotidiano.

Todas las cosas tienen un origen y unas causas. Lo primero que hay que preguntarse es: ¿por qué quedó embarazada la mujer que aborta? Admito casuísticas como violaciones, momentos de irreflexión (una borrachera, un no haremos penetración que luego se escapa de control...), un fallo en el sistema contraceptivo... Pero... ¿todas estas casuísticas conducen a 140.000 abortos anuales? Francamente, me niego a creerlo.

Pienso muchas veces en otra posibilidad: el embarazo deseado con arrepentimiento sobrevenido posterior; arrepentimiento que, para este caso, habrá que estimar causado por circunstancias externas que han modificado el proyecto de vida de la embarazada (tampoco doy por numéricamente importante el arrepentimiento espontáneo). El despido, el desahucio, el empresario tolerante que vende su empresa a otra mucho menos tolerante con las bajas por maternidad, el abandono del hombre y todo un etcétera de casuísticas, por frecuentes, fáciles de intuir.

No tengo datos objetivos ni estadísticas ni nada, pero veo racional estimar que la mayoría de esos 140.000 abortos proceden de embarazos inicialmente deseados que se han trocado en arrepentimiento debido a un cambio en el proyecto de vida de la mujer.

Lo que nos llevaría a los siguiente: el aborto no es un problema de mi coño es mío ni de dispersar incienso purificador. Ni las vaginas de titularidad registrada ni el botafumeiro a todo trapo van a resolver este problema, cosa que es una obviedad si miramos la historia reciente de la sociedad española en la que, en 30 años, el aborto ha pasado de estar perseguido a ser prácticamente libre transitando por no sé cuántos pasos intermedios: y las cifras que utilizan tanto unos para el como otros para el NO han variado relativamente poco. Y aunque hubieran variado a la baja: siguen siendo altísimas.

Estamos, por tanto, y como casi siempre, ante un problema cultural, estamos ante un problema de correcta integración de la mujer en el mundo del trabajo, en la sociedad en general. Que con catorce años de siglo XXI, en España, aún haya mujeres que cobren menos que un hombre por igual jornada y el mismo trabajo es demencial; que aún haya empresarios feudales que grapen un despido a un parte de baja (¡y no les pase nada!)... Son cosas que claman justicia. Como clama justicia no la cantidad de mujeres agredidas que mueren sino, peor aún, las que no mueren y aguantan años y años, calladas y muertas de miedo, sevicias físicas y psicológicas (que, frecuentemente, suelen ser peores) o que haya mujeres tratadas como un trapo... ¡y ni siquiera sean conscientes de ese trato!

Quizá hayamos de girar la brújula y reorientar la solidaridad sindical: pasarla de la de clase a la de sexo. Pero claro, esto requiere dos cosas: una, que los hombres cambiemos de mentalidad y, otra, que los sindicatos lo sean de verdad, no como esto que hay ahora.

La solución al aborto, es decir, que el número de abortos se reduzca drásticamente no por prohibición sino por falta de necesidad, no es cuestión que vaya a arreglar ni la Conferencia Episcopal ni el Ministerio de Justicia. Lo puede y debe arreglar -si no salimos de lo administrativo- el Ministerio de Trabajo. O el de Economía.

O, simplemente, la justicia (sin ministerio).

21 de septiembre de 2014

¿Alemania es culpable?

Aunque el fraude nacionalista es la cimentación intelectual de los procesos que están viviendo Escocia (donde el subidón ha terminado y el soufflé ha bajado casi del todo) y Cataluña (aún pendiente de llegar a su punto álgido) tienen orígenes muy concretos e inmediatos: el hartazgo ante una clase política y la desesperación ante una política que se ha cargado más de cuarenta años de estado del bienestar. Cameron y sus torys y Rajoy y sus ultraliberales de horca y cuchillo están en el penúltimo escalón que ha llevado a Escocia y a Cataluña a la ira independentista.

Parece que esta es la lectura que se está empezando a hacer ahora, sobre todo mirando a Escocia, donde, calmadas las aguas, los daños pueden empezar a ser evaluados desde el sosiego. Pero, dicho sea con toda modestia, hace más de un año que esto lo vengo diciendo yo: no hay más que ir hacia atrás en la serie Suspiros de España de este mismo blog para constatarlo.

La ciudadanía de Escocia y Cataluña, en su desesperación, encontró el agujero de la independencia y, oye, mira, de perdidos al río. Otros desesperados no tienen ese agujero y por eso se inventó Podemos (ilustrativamente, Podemos no tiene tanto predicamento en Cataluña como en otras zonas de España y, probablemente, se vestirá o aliará con la marca autóctona Guanyem). Sólo esto puede explicar que el independentismo, cuyo techo más triunfal no había pasado jamás del 20 por 100 en momentos de vorágine -ordinariamente oscilaba entre el 15 y el 18 por 100- alcance ahora las cotas que le dan las encuestas. Si creemos las encuestas, claro: las cifras que he dado yo (de memoria, eso sí) proceden de elecciones anteriores al 2010 y en relación al voto emitido. Pero, con las encuestas más o menos manipuladas o no o todo lo que se quiera, sería del todo infantil negar que el independentismo, el neoindependentismo, mejor dicho, ha crecido exponencialmente en muy pocos años. Por ello no sorprende que las señoras estas que dirigen el cotarro aquí hayan lanzado su particular «¡No pasarán!» con la consigna «¡Ara o mai!» («ahora o nunca»). Ya lo pueden decir, ya: si la unidad de España sale viva de esta, el independentismo va a tardar muchos años en estar en condiciones de montar otra zalagarda como la actual, aunque indudablemente seguirá presente en la vida política catalana (y española) y seguramente con un cierta fuerza (mayor, desde luego, de la que tenía antes). Que me da la impresión que es, en el fondo, lo que verdaderamente se pretendía.

Veo, pues, que unos cuantos plumillas son -como yo- de la opinión de que una vez apartados de en medio los ultraliberales y sus políticas antisociales, las aguas del independentismo, aunque crecidas ya de manera permanente, volverán a su cauce. Y que nadie se haga ilusiones: el independentismo (en Cataluña, como en el País Vasco, en Escocia, en la Bélgica flamenca, en Córcega y en algunos lugares más) no desaparecerá sino tras un largo proceso de alcance histórico de transformación de Europa, transformación que habría de alcanzar a la concepción misma del continente. Así que, si se quiere acabar con el independentismo, habrá que ir enterrando definitivamente a De Gaulle y empezar a modelar una Europa en el que los actuales estados y naciones vayan perdiendo vigor en favor del hecho común, comoquiera que se articule políticamente.

Siendo esta la causa del estallido nacionalista, está claro que si Cameron y Rajoy son los penúltimos peldaños, tiene que haber un último: la canciller Merkel, a mi modo de ver una condottiera liberal en la misma medida en que lo fue Margaret Thatcher (a su semejanza, aunque no tanto, quizá, a su imagen) y sus políticas llevadas a efecto treinta años después. Las postración a la que ha sometido a Europa a beneficio de su propio nacionalismo germánico y, sobre todo, a los intereses de los bancos alemanes, causantes de la burbuja que nos llevó a todos a la ruina, al inundar Europa de dinero fácil para reclamarlo perentoriamente después, cuando ya el dinero era difícil y caro. Un negocio redondo. Pero es que, además, las propia clase media alemana ha sufrido también, quizá en distinta medida, los recortes y la brutalidad que han padecido las clases medias de la Europa del Sur y -ahora se está viendo también- de Francia y algún otro país (aparte de los antiguos de la órbita soviética).

Puede parecer esto llevar las cosas muy lejos, pero si se quiere una pluma de alcurnia que venga en coincidir -al menos, en uno de los penúltimos escalones citados- puede leerse este artículo de Pedro J. Ramírez en «El Mundo», del cual subrayo este párrafo (que es el que interesa a los efectos de este post): «Lo peor en la guerra es equivocarte de adversario. Es cierto que el PP, y en menor medida el PSOE, también están contra el separatismo, pero, según me ha contado el arponero, ha sido su usurpación de los derechos de participación política de los ciudadanos -el rapto de la bella Helena- y su negativa a devolverlos lo que en definitiva ha alimentado la infección que padecéis». Blanco y en botella.

Los daños han sido grandes. Pero los daños de la intentona nacionalista -que, en Cataluña, aún está pendiente de culminar y de resultado incierto, en términos de fractura social- no son sino una consecuencia de los daños aún mayores de una política enloquecida, de un atraco -materialmente- a toda una ciudadanía y de una cesión del poder y de la iniciativa política a las grandes corporaciones financieras.

Es inútil intentar curar los daños del famoso órdago separatista si no se curan primero los que han llevado a él.

15 de septiembre de 2014

Picapedreros

Desde Maquiavelo hasta Churchill, pasando por Talleyrand y por tantos otros, uno, lectura a lectura, concluye necesariamente que la política es un arte; un arte, además, parecido a la relojería, un mecanismo sumamente complejo lleno de piezas pequeñas, aunque las más vistosas sean las grandes, las que se perciben desde el exterior, las que no hace falta ser relojero para apreciar.

En todos los políticos que he conocido (de los que he sabido, vaya; conocer, lo que se dice conocer, creo que a ninguno) he buscado a ese relojero, he buscado esa capacidad para manejar eficaz y silenciosamentemente pequeñas piezas y lograr que todo funcione... precisamente como un reloj. En vez de eso, he encontrado, en la mayoría de los casos, vulgares picapedreros, individuos torpes y brutales, frecuentemente desertores de una profesión útil y de una vida productiva, ensoberbecidos por el ejercicio de un poder que han tomado siempre como omnímodo y al que han accedido generalmente de formas más que dudosas. No parece haber democracia ni juego de garantías cívicas capaz de modificar ese panorama.

También habrá que decir, para ser del todo justos, que en casos como el de España, de pueblos asimismo brutales, primarios, incultos y sórdidos, en los que se prefiere la pedrada al debate, parecería más adecuado el picapedrero que el relojero. Pero, en todo caso, nunca acabamos de saber cuál es la causa y cuál es el efecto. El caso es que es así.

El problema del secesionismo catalán y de la [falta de] respuesta del Gobierno español es exactamente eso.

Hace un par de días, la bronca mesetaria gubernamental subió un peldaño hablando de meter a la gente (concretamente a Mas) en la cárcel. Una barbaridad. Una barbaridad no el hecho intrínseco de meter a Mas en la cárcel -cosa que sería una estupidez al convertir en mártir a un señor más bien mediocre- sino en el hecho de ventear tal posibilidad llevando las cosas a un terreno improcedente. Al menos, de momento.

Ya hace muchos meses que vengo diciendo que oponer la legalidad como único argumento contra el secesionismo es una majadería. Es una actitud propia de picapedreros y, en definitiva, no es otra cosa que una banda de picapedreros el grupito este de Rajoy que está manejando el cotarro.

Sabemos perfectamente que la consulta es ilegal. Todos lo sabemos. Sabemos perfectamente que si Mas la convoca pese a tan notoria ilegalidad estaría incurriendo presumiblemente en delitos tales como la prevaricación y/o la sedición. Es, por comparar, como la policía: cuando un policía de paisano se dirige a un ciudadano, se identifica como tal policía y ya está; no le hace falta mostrar su pistola: el ciudadano ya sabe que la lleva y en qué condiciones puede/debe usarla.

Las armas pueden utilizarse como medio disuasorio en estrategia de defensa, estrictamente militar. Pero las armas, las de verdad, utilizadas en política, son una chapuza propia de analfabetos. Así las cosas y viendo la calaña del Gobierno español, es de temer que el día menos pensado amenacen con poner los tanques en el Segre. Nada daría más gusto a Junqueras y a las dos señoras de marras (Rahola aparte).

Mientras tanto, nadie (con excepciones: Societat Civil Catalana o, sorprendentemente, Susana Díaz, pero nadie del Gobierno o de sus proximidades) parece darse cuenta de que estamos ante un problema histórico que, con sus razones y sus sinrazones, viene de largo y va para largo, que no se va a solucionar mañana ni el año que viene, ni suspendiendo consultas, ni encarcelando a Mas, ni mucho menos concentrando a la Acorazada en Fraga. Parece que sólo preocupan las próximas elecciones mientras al soberanismo se le va dando la razón por silencio administrativo; denegatorio, pero silencio.

A nadie -con esas excepciones citadas y unas muy pocas más- se le ha ocurrido contraofertar con esa España posible y deseable por la que llevo tantos años clamando, tanto desde aquí como desde mi ya fenecido «El Incordio». Pero cuando digo contraofertar no hablo de discursos y de buenas palabras -que ya sabemos cómo acaban, sobre todo en este país- sino de proyectos constitucionales realizados con visión histórica de futuro (y no comarcalizando la demografía para que el mapa electoral nos salga favorable). Los socialistas no callan con su federalismo. Bueno ¿y? Porque, al igual que en un momento dado dije de la República, la palabra «federalismo», así, a palo seco, no me dice nada. ¿Qué federalismo? ¿Qué competencias regionales (y no pienso solamente en lo de simetría o asimetría)? Y, sobre todo: ¿en qué se diferenciaría -no hay manera de que lo expliquen con claridad- ese federalismo del estado autonómico, más allá de lo enunciativo? Hay que preparar un proyecto claro (que no permita veinte interpretaciones distintas y sucesivas, como ha pasado con la Pepa actual) en el que todos los pueblos de España puedan sentirse integrados; y un proyecto de alcance histórico real no únicamente duradero por la vía de la sacralización del instrumento legal.

Y así y todo. La renuncia gratuita por parte de una estúpida izquierda a conceptos como «España» o «hispanidad» (y, claro, a sus correspondientes símbolos), tenidos gilipollescamente por fachas, o el uso por parte de la derecha de esos mismos términos y símbolos no para asumir su contenido y su significado sino para azuzar la bronca, ha llevado a permitir indolentemente que en Cataluña se haya impartido impunemente una educación nacionalista llevada hasta extremos inauditos. Todo el mundo (lo de todo el mundo también es un decir) se resiente de la inmersión lingüística, pero eso no ha sido lo peor: en los últimos treinta años, a los niños catalanes se les ha enseñado un tebeo en vez de Historia y se les han inculcado una serie de fantasías eróticas como verdades evangélicas, lo cual afecta a toda la población catalana acrítica menor de cuarenta años. Es gravísimo. Y es gravísimo porque es así es real. Hay que volver grupas en este asunto, efectivamente, hay que cerrar el paso a esa nacionalización sistemática, al más puro estilo del lavado de cerebro. Pero esa es una tarea larga y difícil.

Porque, además, para emprender esa tarea hay que explicar la Historia -como hace el nacionalismo: algun dia serem lliures- con una proyección de futuro. La Historia es argumentaria: un pasado nos llevó a un presente, y ambos puntos delimitan una línea recta que nos lleva a un futuro definible, previsible en trazos gruesos, que luego se cumplirá o no (el determinismo es absurdo) pero que traza una dirección y un destino claros. La historiografía del tebeo catalán ha hecho -y ha hecho bien- ese trabajo porque, señores, el nacionalismo catalán, el separatismo, en definitiva, tiene un proyecto. Será todo lo que tú quieras (y más que le añado yo) pero tiene un proyecto cierto. La historiografía española, en cambio, cuando proyecta hacia el futuro, sólo es capaz de ofrecer como resultante una triste, cutre, patética y putrefacta Constitución (véase la argumentación de Bono contra Maragall, y, encima, le aplauden hasta con las orejas). Y todo lo que se le ocurre a la mediocridad pepera para enmendar el problema educativo que se vive en Cataluña es lanzar al impresentable de Wert y su vamos a españolizar a los niños catalanes. No me hagas reir, inútil, no me hagas reir y, sobre todo, no me obligues a calificarte como te mereces.

Cataluña debe ser comprendida y amada. Con hechos, con realidades, no de boquilla, como hasta hoy (y eso los que, al menos, han tenido la consideración de guardar las apariencias). Si se quiere que Cataluña sea España -como debe ser- España tiene que considerar a Cataluña como parte suya, no como un apéndice integrado por necesaria uniformidad reglamentaria, no, -al estilo quevedesco- como una Portugal que («menos mal») no logró marcharse. Sólo así se pone la primera piedra -sólo la primera, ojo- para que se produzca una sólida corriente en sentido inverso. Y, a partir de ahí, hay una lengua que España debe asumir como propia y, a ver cómo lo digo..., una metodología vital... una forma de ver la vida y de hacer las cosas que se nos debe dejar llevar adelante. Es difícil definir esa forma de ver la vida y de hacer las cosas, pero, para entendernos, digamos que es aquel intangible que hacía que, antes de que viniera el nacionalismo a enmerdarlo todo, en toda España se creía sinceramente no sólo que Cataluña era la región más europea sino, durante mucho tiempo, la única región verdaderamente europea. Esto nos lo hemos oído los catalanes durante mcuhísimos años (además de otras cosas mucho menos halagadoras, pero esa ya es otra cuestión... ¿o quizá... no?).

Los catalanes necesitamos espacio, necesitamos controlar nuestro entorno para poder desarrollarlo como necesitamos. Los catalanes no podemos sufrir barbaridades como la doble mofa y befa que sufrimos con el AVE (hablo del AVE porque es el ejemplo más sangrante y más claro, no necesariamente el peor): doble, porque primero fue el relegarnos en su primer tramo; y segundo, el tango que se montó cuando por fin se construyó el Madrid-Barcelona. No es solamente un problema de dinero efectivo, propiamente: los nacionalistas utilizan la chorrada esa de las balanzas fiscales, como si a las cifras no se les pudiera hacer decir lo que se quiere a gusto del consumidor; pero a mí, y a muchísimos catalanes, que el control del aeropuerto del Prat (y obvia, pero secundariamente, también Reus y Girona) lo tenga una entidad estatal y no local, nos corroe (además, el modelo AENA es exclusivamente español: la mayoría de los aeropuertos europeos, en tanto que vectores económicos -el control aéreo ya es otra cosa- están regidos desde las ciudades o regiones a las que sirven). Y jugadas como lo del Corredor del Mediterráneo, que dos partidos, dos, quisieron escamotearnos y que sólo se salvó porque la Unión Europea no quiso entrar en el juego sucio ni en el radialismo porque sí, hace separatistas por batallones.

El problema, esto debe quedar muy claro, no está sólo en Cataluña, y mientras fuera de ella no se vea esto, la solución no va a llegar. Y el tiempo trabaja contra la unidad de España, también conviene no olvidarlo.

Lo que sí hay que olvidar son las cárceles. Bueno, quizá no: quizá serían útiles para meter en ellas a los imbéciles. A los imbéciles (o a los picapedreros) de todas las regiones y nacionalidades. Oye, pues quizá así sí que empezarían a arreglarse algunas cosas...

6 de septiembre de 2014

No van a poder

La cagada de ayer de los Twittermaster del usuario de Rajoy, jugando al aprendiz de brujo -por más que lo vistan de lagarterana, de hackers y demás cuentos chinos-, aterrorizados ante la proximidad en seguidores de Pablo Iglesias, no indica sino el estado de pánico del PP (y de unos cuantos que no son del PP) ante el avance, no sé si imparable, pero sí veloz y firme, de Podemos.

Ya he dicho en otro lugar y momento que Podemos me da repelús y he expuesto mis razones, tanto en el artículo central como en la respuesta a los comentarios de uno de mis lectores. Y esto, las razones, creo que es la forma correcta de oponerse a Podemos: razonar y pedir razón. Pedir datos, exigir información previa y concreta de todo el proyecto y confrontar toda esa información con los datos generales -y reales- de la economía y de la política.

Lo que no sólo no son formas sino que, además, es contraproducente, es intentar sembrar el pánico frente a Podemos y, encima, hacerlo de la manera absolutamente ridícula como está haciendo el PP (y algunos que no son del PP): con comparaciones falaces, críticas ad hominem y chorradas diversas. Ah: y con un proyecto de regeneración democrática que huele a timo antes incluso de estar escrito. Excuso decir después.

Lo de los alcaldes, no tiene nombre. Y, además de atufar a pánico, puede salirles el tiro por la culata. Pero, además, me hace gracia lo fieles que son estos tíos al argumentario; tal parece que carezcan de ideas propias o les impidan, en su caso, exponerlas. ¿Cuántos líderes del PP han repetido casi literalmente lo de que la mayoría es lo que quiere la gente y no lo que se decide en una oficina? Para empezar, uno diría que el 40 por 100 no es lo que quiere la gente, sino 4 de cada 10. Si lo que se decide en una oficina resulta que son 6 de cada 10, me parece que estamos bastante al cabo de la calle.

Cierto es que lo de la oficina habría que limitarlo porque constituye en ocasiones verdaderos fraudes al propio electorado. Me pregunto, por ejemplo, cuántos votantes del PSC profirieron sapos y culebras al ver que sus votos iban a parar a un tripartit (no uno: en puridad fueron dos) del que formaba parte la Izquierda de la señorita Pepis y el independentismo puro y duro. Y no me pregunto -porque sé la respuesta- cuántos votantes del PP orinaron sangre de indignación cuando ese partido dio apoyo, reiteradamente, a la CiU de Pujol. Por tanto, sí que no estaría mal que las alianzas, o la posibilidad de tales, hubieran de ser claramente enunciadas antes, en período electoral, para su validez. Decir, por ejemplo: si el PP llega al gobierno del pueblo, llegado el caso nos coaligaremos con este, con aquel y con el de más allá para impedirlo. Y, obviamente, que este, aquel y el de más allá hicieran lo propio. Eso estaría bien: saber que votas a ese partido pero que podría ser que con ello dieras poder -o el poder- al otro. Ya sabes a qué atenerte.

Pero lo de los alcaldes y el 40 por 100 es, sencillamente, trampa.

Otra cosa que me monda de risa es lo de la regeneración. Van a hacer no sé cuántas leyes para regenerar la democracia. Idioteces, imbecilidades y tonterías. Con las leyes que hay, ya se puede regenerar la democracia, por lo menos en la parte más sangrante: basta, por ejemplo, con llevarle al juez Ruz la lista de los que deberían ir a hacer compañía a Bárcenas en la mazmorra, con las pruebas correspondientes, en vez de andar rompiendo discos duros; o cerrar a cal y canto el BOE para los indultos. A cal y canto, no hacer regulaciones de este sí, este no, para reducirlos un 30 por 100 e ir fardando -estúpidamente- de haber limpiado el panorama.

Los ciudadanos tenemos muy claro, desde los albores del 15-M, que la corrupción es inherente al sistema, que el régimen de 1978 construyó un edificio de poder omnímodo, de impunidad y de control por los partidos y por el ejecutivo de todos los demás poderes y que, por tanto, el mal radica, valga la redundante perogrullada, en la misma raíz.

Puede hacerse leyes para combatir la corrupción y para más o menos apuntalar la división de poderes, pero serían simples apaños, puros paños calientes. Paños calientes, ojo, si se hicieran de buena fe, con verdadera voluntad de corregir y de rectificar. Pero todos sabemos que no es así. Que por más que sean capaces de pintar un pedo de verde, perdieron hace ya años toda credibilidad y ninguna honrada sinceridad que pudieran desplegar ahora destruiría ya ese escepticismo ciudadano.

Hace falta reformar la Constitución. No, perdón: hace falta una nueva Constitución. Pero no quieren. Saben que sería su muerte en el chollo y se resisten. Hasta el Consejo Nacional del Movimiento y las Cortes franquistas se inmolaron jurídicamente, en parte convencidos de que el cuento se había acabado y, en parte, para salvar los muebles. Estos no son capaces ni de llegar a eso. Y ya hay que ser miserable para ni siquiera llegar a estar a la altura -a la escasita altura- de las instituciones franquistas.

La Constitución cambiará, de eso no me cabe duda. Lo que me angustia es pensar en el precio que habrá que pagar para llegar a ese cambio y en qué condiciones estaremos para hacerlo. Es decir, que habrá pasado entre este momento y el momento en que nos pongamos a hacer el cambio constitucional porque a la fuerza ahorcan.

Si Podemos llega al poder o alcanza fuerza suficiente para tener una potencia parlamentaria que condicione seriamente el ejercicio del poder, veremos qué pasa aquí y cómo acabará todo. No soy más explícito porque en el segundo párrafo ya enlazo a mis explicaciones (y cuantas más vueltas les doy a éstas, más me parece que me he quedado corto). Y no veo cómo, a estas alturas, va a poderse evitar -sin trampas y sin atajos- que Podemos alcance esa cuota de poder o que, en cualquier caso, el remedio para frenar a Podemos sea peor que la enfermedad, es decir, que Podemos mismo.

Veo el futuro con un muy negro pesimismo, no puedo evitarlo.

4 de septiembre de 2014

Rentrée calamitosa

Bueno, pues ya vuelvo a estar aquí.

Como sabréis los que me seguís en Twitter o los que, de otro modo, tenéis contacto habitual conmigo, las vacaciones no me han ido bien. Justo cuando empezaba a disfrutar de mi estancia en Asturias, el viernes 22 de agosto, un mal paso bajando una escalera en la Catedral de Oviedo significó un desastre para mi tobillo con fractura de no sé cuántas cosas, que llevó a mi evacuación y posterior intervención quirúrgica en Barcelona.

Resultado, yendo a lo práctico: me esperan tres o cuatro meses de baja (hay quien dice que puede que alguno más y todo, esperemos que no se cumpla el vaticinio) y hasta nueve meses para que se restablezca al cien por cien mi habilidad para caminar. Va a ser un embarazo de lo más divertido.

O sea que cabe en lo posible que este blog vaya teniendo más entradas de lo habitual, aunque vete a saber cómo me trata el humor y la desconexión con la vida cotidiana. Ya lo iremos viendo.

Pero, en realidad, escribo esta entrada porque tengo que dar muchas gracias a muchísima gente. Espero no olvidarme de nadie y lo haré por orden cronológico, por orden de intervención, como si dijésemos:

En primer lugar, a Loreto Pérez de la Fuente Cortina, coordinadora de la Actividad Cultural de la Catedral de Oviedo, que desde el momento mismo de mis trastazo y hasta saberme ya en casa se preocupó constantemente por mi estado y se ofreció a mi familia para todo lo que estuviera en su mano.

En segundo lugar, a los chicos de la ambulancia que me sacaron de la angosta escalera en la que me di el tortazo, a mí, que peso lo mío y lo de algún otro. Y si uno de los mozos era grandote y fornido, la otra era una chica menuda y fragilita pero que funcionó como una auténtica leona y cuidó durante todo el trayecto al hospital de que mi ánimo estuviera en alto.

En tercer lugar, a la Policía Local de Oviedo. Teniamos el coche en el aparcamiento de la plaza de la Escandalera y la jugada que ideó mi mujer es que mi hija mayor llamara a un taxi para que éste fuera al Hospital Universitario Central de Asturias (HUCA), al que me llevaban, y seguirlo con nuestro coche. Como, para ello, el taxi hubiera tenido que cometer una infracción, mi esposa se dirigió a una pareja de motoristas de la Policía Local a fin de pedirles cuartelillo. Explicada la situación, los agentes dijeron que de eso nada, que la escoltarían ellos mismos hasta el HUCA, como efectivamente hicieron. Se les pidió la identificación a fin de proceder a una felicitación pesonal, pero se negaron diciendo que habían cumplido con su deber y con su trabajo, de modo que, en ellos, doy las gracias a todo el Cuerpo en la seguridad de que fuesen los que fuesen los agentes con que hubiéramos topado, su buen hacer hubiera sido exactamente el mismo.

En cuarto lugar, a la entera plantilla del HUCA. Fui tratado de verdadero lujo, cuidado y solícitamente atendido, pese a que no sabían muy bien qué hacer conmigo, puesto que estaba, simplemente, a la espera de ser trasladado a Barcelona. Pero en todo momento estuvieron pendientes de mí, me ofrecieron constantemente analgésicos (lo cierto es que apenas los he necesitado: dentro de la desgracia, he tenido la inmensa suerte de que no sufro dolores de ningún tipo). Cuando más adelante hable del personal sanitario de este país, siéntanse aludidos y no precisamente en segundo término.

En quinto lugar, al Real Automóvil Club de Catalunya que dispuso mi transporte a Barcelona el mismísimo primer día hábil (lunes, 25), no sin preocuparse antes por que mi familia estuviera perfectamente alojada (que lo estaba, porque siguió residiendo en el hotel rural que habíamos reservado para las vacaciones hasta el día 31, ahora iremos a él) y todo eso pese a algunas dificultades burocráticas en nuestra afiliación no achacable a la administración del Club. Y a los chicos de la ambulancia que molieron los casi mil kilómetros de distancia entre Oviedo y Barcelona sin otra preocupación que mi hija -que me acompañaba- y yo estuviésemos cómodos. Si llegan a leer esto, sepan que lo lograron.

En sexto lugar, a Víctor y Dolores, los propietarios del Hotel Rural Casa Lao en el encantador pueblín de Soto d'Agues (Sobrescobio, Asturias). Un hotel excelente, gracias al cual han ganado en nosotros unos clientes. Pero la solicitud y el trato de Víctor y Dolores hacia mi familia, sobre todo al conocer mi percance, ha hecho que, además -y sobre todo-, hayan ganado unos amigos.

En séptimo y muy especial lugar (sin demérito de nadie, en absoluto) al Hospital de la Santa Creu i Sant Pau, al personal de guardia de Traumatología de la madrugada del martes, 26, al equipo del doctor Julio de Caso Rodríguez que me intervino quirúrgicamente ese mismo día y a los tres turnos del personal de reanimación, aunque con una mención especial al del turno de noche, que tuvieron show de los buenos y, sin embargo, en ningún momento dejaron de atenderme y de estar pendientes de mis necesidades y de mi comodidad. Como he dicho con la gente del HUCA, después hablaré del personal sanitario en general y todo lo que diga se referirá también al personal de Sant Pau.

Digamos que fuera de clasificación hay más agradecimientos. Tengo que dar las gracias a mi familia de Oviedo, mis tías y mi prima María, que corrieron a visitarme tan pronto les fue posible y ofrecieron incondicionalmente su casa a mi familia, aunque no hubo necesidad de aceptar el gentil ofrecimiento por lo explicado antes del hotel.

Tengo que dar unas muy especiales y efusivas gracias a mi amigo de... bueno, de toda la vida, el doctor Javier González Carrasco, que me acompañó en el hospital en la medida que se lo permitieron sus obligaciones y estuvo conmigo en el quirófano (es anestesista; aunque la anestesia me la administró el titular del equipo, también llamado Javier, por cierto; mi amigo se ocupó personalmente de matarme el ciático para que no me diera la tabarra en el postoperatorio). De Quico (lo hemos llamado siempre Quico para no confundirlo conmigo, Javier también) sólo puedo decir que en todos los momentos difíciles de mi vida, en todos, ha aparecido él como por ensalmo; y no hablo solamente en el aspecto médico: su apoyo moral, en unas determinadas circunstancias que no vienen a cuento, muy difíciles para mí, fue determinante. Tanto es así que, cuando tengo problemas y lo veo aparecer a él, es como si, rodeado por los indios, viera al Séptimo de Caballería tocando a carga (aunque a este particular general Custer le gusta más bien montar un Alfa-Romeo; pero vaya, todo es cuestión de atrezzo).

Gracias también, y muy entrañables, a Juan Carlos Nieto, jefe de Admisiones de Sant Pau, amigo de la infancia, que reconoció a mi hermana, se presentó, se ofreció para todo lo que hiciera falta y me visitó la mañana del miércoles 27, en el box de Reanimación, para ofrecerse de nuevo a lo que fuera, entonces y en cualquier otro momento que en el futuro me pueda ser necesario. Además de una muy agradable charla recordando viejísimos tiempos.

Y, en fin ¿a quién más? Pues a mucha gente: a mis hermanos, pendientes en todo momento de mis vicisitudes. A muchos miembros de mi familia (clan Cuchí) que también hicieron su seguimiento de mi incidente. A mis compañeros de trabajo, mi jefe y amigo incluido, que no han dejado de interesarse por mí desde que tuvieron conocimiento de mi percance (algunos, inmediato: cinco horas pelando la pava en las Urgencias del HUCA dieron para mucho tuit y mucho guasap) y se han ofrecido, entre otras cosas, para solucionarme todos los problemas burocráticos que me puedan surgir. Cosa que no hará falta, porque también tengo que dar las gracias a mis compañeras del Servicio de Personal del Departament d'Empresa i Ocupació de la Generalitat de Catalunya (en el que presto mis servicios), en particular a Anna, Sole y Maria dels Àngels, que me han dejado la gestión de las bajas, informes, cancelación de vacaciones y demás, a verdadero huevo y en bajada. A los amigos de las redes sociales (es decir, de Twitter) que me infundieron ánimos tan pronto tuvieron noticia del accidente.

No tengo queja: en todos los lugares y ámbitos he encontrado a gente estupenda que me ha tratado, hasta donde lo permitían las circunstancias y la razón, a cuerpo de rey.

Y constato, además, que estoy materialmente rodeado de buena gente.

Sobre la sanidad pública

Soy usuario habitual de la sanidad pública, pero básicamente de los servicios de asistencia primaria, como casi todo el mundo; hasta el 22 de agosto, no había sido cliente de su sistema hospitalario (sufrí hace muchos años una intervención quirúrgica, pero en el sistema privado).

Ya estaba contento con la asistencia primaria, pero en lo que se refiere a la hospitalaria, mi grado de satisfacción no puede ser más alto. No puede. No encuentro el menor pero a cómo he sido tratado desde que me recogieron un viernes por la tarde en aquella escalera de la Catedral de Oviedo hasta que me dejaron, materialmente, en el recibidor de casa al mediodía del miércoles siguiente.

Pero en mi estancia en dos hospitales de los buenos, uno en Oviedo y el otro en Barcelona, he visto muchas cosas.

He visto un personal puteado, trabajando con la lengua fuera, con instalaciones saturadas de pacientes, teniendo en muchas ocasiones que improvisar los medios (hacer inventos), trabajando como burros porque no se suplen bajas ni vacaciones -y, aún con el personal al completo, éste es muchísimo más reducido que hace no muchos años-, buscando como locos una hora de quirófano para operar, una cama en la que ingresar (en el HUCA, estuve en la planta de Ginecología; con la habitación para mí solo, no seáis malos) y en Sant Pau, se decidió atinadamente que, como me iban a dar el alta al día siguiente, podía pasar la noche en el box de reanimación: de todos modos, no había camas disponibles). Todo ello porque medio hospital -cualquiera de los dos- estaba cerrado. No quisiera exagerar, pero los gritos y susurros que sonaron aquella noche en la Sala de Reanimación de Sant Pau eran como para «Apocalypse Now»; y, sin embargo, en ningún momento, ni en el HUCA ni en Sant Pau me sentí desatendido, al contrario, tuve la perfecta sensación de que se estaba pendiente de mí en todo momento; y eso que yo mismo hubiera justificado una razonable desatención toda vez que, dentro de la situación, me encontraba perfectamente, sin dolor alguno e incluso cómodo. Pues no. No se olvidaron de mí en ningún momento.

Como sabéis, soy funcionario. Funcionario orgulloso: desde que tomé posesión de mi primera plaza, siempre tuve delante, como un icono, la imagen abstracta del ciudadano, en la perfecta consciencia que mis jefes no son esos biliosos a quienes nos colocan ahí los partidos, sino los ciudadanos que son quienes me pagan. Una vez me peleé con un consultor cuando la unidad en la que prestaba servicio solicitó la ISO 9000 (cosa que siempre me ha parecido una perfecta gilipollez en la Administración pública, pero en fin). Se empeñó en ponerme al ciudadano como cliente. «No señor -le dije- el ciudadano no es mi cliente: es el amo de la empresa». El otro, hizo una caída de ojos -cuánta ignorancia, Señor- y dijo que era el cliente porque era el destinatario de mis servicios. Le pregunté si tenia asistenta. Me respondió que no, pero que años atrás sí que la había tenido: «¿Y le dijo alguna vez a la asistenta que usted era su cliente o era más bien el amo?». Me dejó por imposible.

Pues bien, nunca he estado tan orgulloso de ello como estos días, nunca me he sentido tan alto en tanto que empleado público como cuando he visto trabajar a todas estas personas -hasta extremos verdaderamente abnegados- y darme cuenta de que, con independencia de que su vinculación fuera funcionarial, estatutaria o laboral, todos eran compañeros, todos eran empleados públicos. Como yo. Cuánto, cuánto y cuánto honor, de verdad que no hablo a humo de pajas. Qué grande me siento en ese como yo.

Las putadas que se está haciendo a estos profesionales -entre las cuales no es la menor un sueldo de miseria que no da para afrontar una hipoteca en solitario mientras tanto cerdo arramba con dinero a espuertas y me da igual que sea legal o ilegal, cerdo lo mismo- claman venganza ciudadana. Ya no sólo porque los ciudadanos somos también, en definitiva, víctimas de esa situación: es por la situación intrínseca.

Llevar a los responsables de las políticas sanitarias de este país, a todos ellos de narices ante el juez y de un puntapié a presidio por un montón de años (y no hablo de patíbulos por principios, no por falta de merecimientos) es la más alta prioridad de salud pública que tenemos los ciudadanos.

Ojalá algún día tengamos redaños y seamos implacables en el castigo.