21 de julio de 2014

Adicciones

Algunas de las veces que he comparecido en algún medio de comunicación representando a la Asociación de Internautas ha sido para debatir sobre si Internet engancha o no, sobre si existe adicción a la red.

Siempre he opinado que no, que tal presunta adicción ha sido constantemente negada en todos los foros y estudios psiquiátricos y que no pasa de ser, en algunos casos, comparable a esa gente que coge el coche incluso para recorrer doscientos metros (que no es mucho más numerosa por lo disuasorio de la escasez de lugares donde estacionar) o a la que se tira al chocolate como loca. Puede tratarse, a lo sumo -y ya es decir- de incontinencias. Ni siquiera me gusta la palabra abuso porque es valorativa: ¿hasta dónde no se abusa de Internet y a partir de dónde se abusa de la red?

Bien, como el uso de la red se ha extendido y normalizado tanto que ya los tradicionales pedantes que se sentían por encima de la cosa esa hacen el ridículo y la pretensión de una drogadicción consistente en estar enganchado a Internet es vista con cierta rechifla, ahora le toca al móvil, concretamente al smartphone (porque del móvil mondo y lirondo también dijeron tonterías adictivas, pero como ahora ya no lo usa apenas nadie...).

Ahora, los pedantes de siempre hablan del abuso del smartphone porque todo el mundo se pasa el día pegado al smartphone. Personalmente, el único abuso de smartphone que considero y denomino tal es el que tiene que ver con la buena educación: interrumpir una conversación porque ha llegado un mensajillo de WhatsApp me parece de una grosería insufrible. Pero ojo, la grosería lo es en sí, no en función del aparato. Si queréis verme agarrar un globo de los buenos, ponedme en una cola (por ejemplo, en un banco o, mucho más infrecuentemente, en una taquilla), situación que, ya de por sí, me pone de muy mal humor, y que el empleado, funcionario o lo que sea, interrumpa cada dos por tres el trabajo de atender al público que aguarda para atender -mediante un aparato de los de siempre, corriente y moliente- a alguien que telefonea. No es nada extraño, ante una situación como esta, que yo interpele al empleado en cuestión para preguntarle -en tono agrio- qué cola han hecho esos señores que llaman para pasarme delante tan frescamente, por qué no habría de ser el que llama por teléfono el que espere a que la cola haya terminado.

Es verdad que el smartphone y su popularización nos han traído escenas chocantes, inauditas hace unos muy pocos años. Ir en el metro y ver que los ocho ocupantes de los dos bancos enfrentados están, como un sólo hombre, enfrascados en vete a saber qué (la compulsividad digital induce a pensar en WhatsApp o en algún juego) no es, en absoluto, una escena rara. Y sería lamentable si esta escena sustituyera a la de ocho ciudadanos charlando animadamente, pero sabemos que no es así. Antes, salvo unos pocos que leían (y siguen haciéndolo, aunque en un aparato digital: el papel ha desaparecido casi por completo) el resto permanecía con una mirada de catatonia orate perdida en cualquier parte. Ahora la gente hace algo en lo que parece interesada; situación probablemente mejorable, pero indudablemente mejor que la anterior. Visto así, yo creo que el que tendría que ir a hacérselo mirar es el percebe de las adicciones.

En realidad, podríamos verle una faceta maravillosa a todo esto: estamos permanentemente comunicados con nuestros seres queridos, con nuestros amigos... con los que están cerca y con los que están lejos. Hace muchos años, mi mujer y yo teníamos la costumbre de llamarnos (o el uno o el otro) una vez cada día, a media mañana, para... bueno para... cosas, esas costumbres rutinarias que adquirimos los cónyuges mientras trabajamos, que si todo va bien, que si hay algo nuevo...; pero, obviamente, una vez cada jornada. Ahora, esa llamada telefónica se acabó. Cada vez que mi mujer necesita decirme algo (o yo a ella) me envia un mensajillo por WhatsApp (aunque últimamente voy consiguiendo que se acostumbre a Telegram) y yo se lo contesto en cuanto el trabajo me permite unos segundos de tiempo. O viceversa, por supuesto. Tengo a mi hija menor en un campamento en el otro extremo de Cataluña, pero hablo con ella varias veces cada día y eso me la acerca, me da la impresión de que no está tan lejos. Y como tenemos un grupo familiar, alguna vez durante el día hablamos todos sobre algún tema de importancia doméstica, cuando es necesario, con independencia de dónde esté cada cual (que, frecuentemente, ni lo sabemos). Tengo un amigo cuya hija ha ido a trabajar a Holanda y otro que tiene a su primogénito en Australia y los dos hablan a diario -y más de una vez- con sus hijos. ¿Saben los atontados de la adicción lo que ayudan estas facilidades a reducir las distancias, la sensación de proximidad al ser querido que nos proporcionan las TIC?

Los tuiteros estamos al pie de nuestro particular cañón (el TL) desde que nos levantamos hasta que nos acostamos; otros ídem con el Facebook. Ya no concebimos ir de spotting, por ejemplo, sin FlightRadar, FlightStats o LiveATC, amigos y residentes en nuestros móviles; incluso hay quien lee libros a través del smartphone (yo prefiero mi tableta, que siempre va conmigo, pero cada cual tiene sus gustos)...

Antes, las personas mayores llevaban siempre en el bolsillo una navaja multiusos (yo la he llevado desde siempre y lo sigo haciendo); hoy, jóvenes, desde luego, pero también mucha gente mayor, llevamos esa otra herramienta polivalente que nos tiene en permanente comunicación con quien nos interesa, de una manera eficiente, rápida y barata, con nuestros seres queridos y con nuestros interlocutores de debates, de aficiones o de intereses comunes o confluyentes, que nos permite ser localizados en cualquier momento por aquellas personas (clientes, amigos, familiares) a las que nos interesa facilitarles la comunicación con nosotros, que nos permite estar informados en tiempo real de todo aquello que nos interesa o que nos puede interesar de cualquier parte del mundo, que tiene también elementos de entretenimiento: juegos, libros, música..., que nos permite saber dónde estamos (ya no nos perdemos por la ciudad y pronto, cuando la cartografía topográfica digital alcance a estos aparatos, en ningún lugar del mundo que esté a la vista de tres o cuatro satélites de la red GPS o GLONASS) y que puede presentarnos, entre otros miles de cosas, hasta un planisferio para saber qué estrella u otro cuerpo celeste es aquel que hay allí y brilla tanto.

¿Adicción? No sea un analfabeto con titulación universitaria y dedíquese a mirar el mundo en el que vive, más allá de su rancio y mohoso escritorio de fraile medieval.

Imagen: Alar Kirikal en Wikimedia Commons
Licencia: Dominio público

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