28 de junio de 2014

Independentismo y «radicalidad democrática»

Mi entusiasmo inicial por la plataforma Guanyem Barcelona, que fue enorme, convencido de que se trata de un potente chorro de aire fresco sobre la putrefacta ciudad de Barcelona, se deshizo completamente ayer al constatar su proximidad al prusés independentista.

Fue curioso. Durante la rueda de prensa de anteayer, los enviados del pesebre intentaron por todos los medios obtener la alineación o no de Guanyem Barcelona en la intentona separatista, y se les respondió que la plataforma recogía sensibilidades muy diferentes y que, por tanto, no iba a hacerse en aquel acto comentario alguno sobre el tema; que, en todo caso, al día siguiente, en declaraciones individuales, cada cual expresaría su postura personal sobre el asunto.

Y así fue. Ayer, Ada Colau (que, aunque pretenda lo contrario, es la impulsora, el corazón y la esencia del proyecto, por no decir que el proyecto es ella y que es la confianza masiva que se tiene en ella lo que confiere una enorme presunción de éxito -también electoral- a la plataforma) declaraba, tras dar no sé cuantos rodeos sobre si ella es o no es, que votaría Sí-Sí (es decir, la opción separatista absoluta). No me preocupó. No me preocupó porque, desde que empezó esta mierda, en todos los colectivos -incluso en los familiares- hay Sí-Sís, No-Nos, Sí-Nos, No-Sís y la intemerata. Lo que sí me preocupó es cuando dijo -lo leí posteriormente- que si el Gobierno central prohibía la consulta (en referencia a la cosa del 9 de noviembre), no sería CiU la que se rebelaría contra la prohibición: sería Guanyem. Bien: en estas circunstancias, yo quedo fuera. Y yo no soy importante, como persona individual, pero me da la impresión de que muchas personas -quizá algunas valiosas- van a acopañarme en esta actitud. Porque creo que la tradicional clientela de Ada Colau, de independentista tiene más bien poco. O nada.

Después he ido leyendo por ahí que, bueno, que Ada sostiene esa actitud como una manifestación de radicalidad democrática (Colau dixit) y que no tiene la menor intención de «participar en rifirrafes que enfrenten a Cataluña y España» (sic, también en «La Vanguardia»). Parecería consolador, sí, pero no acabo de verlo claro en absoluto, lo que ratifica mi idea de apartarme totalmente del invento, aún sosteniendo y reiterando -como no me duelen prendas en reconocer- que puede ser un verdadero chorro de aire limpio sobre Barcelona. Pero el precio me parece demasiado caro. Tratar de evitar una catástrofe social mientras se participa en la promoción de una catástrofe histórica, me parece contradictorio y absurdo.

Sobre todo porque la catástrofe histórica iba a mantener completamente vigente -y probablemente, empeorada- la catástrofe social. Una de las cosas que aún me cuesta creer de toda esta alucinación kafkiana de la independencia es que la gente se haya tragado ésta como la gran solución de nuestros problemas, cuando todo este dichoso prusés viene patrocinado precisamente por los mismos que han causado estos problemas y que se enriquecen con ellos. CiU es el partido de la ultraburguesía, es el partido de las 400 familias que dominan y controlan (y explotan) el cotarro en Cataluña, es el partido paradigmáticamente iluminado por el saqueo del Palau. Boi Ruiz, el capitoste de la patronal de la sanidad privada puesto al frente de la sanidad pública (una auténtica materialización del cuento del zorro puesto a guardar el gallinero) que, bajo el tapete de las maravillas de la independencia está destrozando y liquidando la sanidad pública catalana, otrora la mejor y la más avanzada de España, no es del PP, ni del PSC: está ahí puesto por CiU y procede de la sociología de CiU. ERC, auténtica dominadora de la situación política catalana (y por tanto, responsable de la misma) no nos ha librado de un sólo recorte; hay hambre en Cataluña, y hay desnutrición (no malnutrición) infantil; hay desahucios; hay un paro brutal, tremendo; hay un futuro negro para la juventud; y ERC no ha contribuido en nada para aliviar esta situación. Al contrario. Y cabe recordar, además, que ERC formó parte muy principal de los dos tripartits que saquearon sistemática y brutalmente la Generalitat de Catalunya, y su gente no quedó nada atrás vaciando cajones. La propia CiU los había acusado continuamente de ello... hasta que se asoció con los asaltantes para pergeñar el nuevo asalto, esta vez no a la Generalitat sino a Cataluña entera. El botín, pues, parece que va in crescendo.

Y la gente soberanista, oye, encantadísima, la mar de convencida de que CiU y ERC van a ser los que nos den las longanizas con las que atar a los perros el día que logren, si lo logran, su Cataluña independiente. Y si ese día llega, ninguna Ada Colau nos va a librar de comernos un marrón igual, en el mejor de los casos, que el que nos estamos comiendo ahora.

Un seguidor de mi Twitter me decía esta noche que si busco un movimiento que vaya contra la Casta, contra el sistema y también contra el prusés, ya puedo buscarlo con un farol. Y fíjate que ha dado con la madre del cordero: efectivamente, la creencia de que el independentismo catalán es una opción antisistema cuando, en realidad, están pretendiendo, sin saberlo (bueno, algunos lo saben perfectamente), la implantación del más negro y retrógrado régimen burgués en Cataluña.

Ya se lo regalo. Enterito.

Imágenes: Escenas de «Tintín y los Pícaros» (Hergé-Casterman-Juventud)
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12 de junio de 2014

Cayó el PSC

El prusés era imposible -o redondamente ridículo- si no integraba en él a los socialistas catalanes, una fuerza políticamente en horas bajísimas -coyuntura que no tendría por qué ser necesariamente perpetua-, pero con una importancia histórica de pasado y sociológica de presente más que significativa. Por eso no cesaron de segarle la hierba bajo los pies a Pere Navarro. No les costó mucho, porque el pobre tampoco iba muy allá y llevaba una empanada mental de mucho cuidado, con esa manía de no estar estando desde dentro pero fuera.

Bien: lo han conseguido. Se han cargado al pobre Pere y, en cuatro días, la beautiful de Sant Gervasi meterá al PSC de cabeza en la coalición independentista y todo el cinturón otrora rojo de Barcelona se puede encontrar con la barretina puesta a modo de gorro frigio, sin comerlo ni beberlo.

A menos, claro, que den el gran hostión en el PSC y pongan a Sant Gervasi a morder el polvo (tienen fuerza sobrada para ello, pero me pregunto si tendrán también cuadros que sepan aplicar correctamente esa fuerza). O bien que le regalen el PSC a esa especie de barrio chino perfumado del independentismo ¿sociata? y establezcan la marca PSOE en Cataluña, cosa que suscita, según todos los indicios, una fuerte división de opiniones dentro del partido.

Ellos mismos: pero que tengan claro que si abandonan el socialismo catalán a la tropa de Geli, Maragall y otras hierbas, estarán limpiando su propio culo con el papel de lija de la independencia.

Y no sé yo si tendrán sus hemorroides para esos trotes.

11 de junio de 2014

El taxi en guerra

Problemón con los taxis y Uber. Uber, ya sabéis, esa empresa que, mediante una APP, pone en contacto a usuarios con conductores privados que realizan el mismo servicio que el taxi a precio alzado que se paga a través de la propia APP. Como encima parece que el servicio es de gran calidad -digo parece porque hablo de oídas: yo no lo he usado-, tiene muchísimos adeptos, en número creciente, además, y, por tanto, el conflicto con los taxistas está servido. Ya hablé una vez de este tema, creo recordar, pero habrá que volver sobre él; esta mañana he tenido un interesante debate en Twitter con Ricardo Galli y con José Cervera sobre la cuestión. Y convendría que le echárais un buen vistazo al post de Enrique Dans al respecto.

Los taxistas se quejan con su razón: mientras ellos trabajan con una licencia que les ha costado un dineral, deben utilizar unos taxímetros homologados (e injustificablemente carísimos), sus seguros de responsabilidad están sujetos a primas más costosas y, en fin, deben cumplir unas normas reglamentarias (aunque algunos se las pasen por el forro) que les obliga a llevar el coche en unas determinadas condiciones, cumplir con un sistema de turnos horarios, percibir unas tarifas establecidas, etc., los vehículos y conductores adscritos a Uber no tienen todas esas limitaciones (ignoro si Uber tiene algún sistema de control de calidad, pero imagino que consistirá básicamente en las valoraciones de sus usuarios). Y, en último término, a los taxistas les protege la ley, una ley que Uber se salta alegremente.

Pero, salvado y aclarado lo dicho, la realidad es más compleja y añade muchísimos matices a la cuestión.

El sector del taxi... se dice que es un monopolio. No, monopolio propiamente no creo que sea la palabra: en el sector hay multitud de empresas y, sobre todo, está compuesto mayoritariamente por trabajadores (o empresarios, llámalos como quieras) autónomos. Pero sí es cierto que el sector, como un conjunto, como un todo, está acerrojado: son los que son y punto. Si entra alguien nuevo, es porque sale alguien antiguo. La estupidez y la cortedad de vista de los políticos municipales (de todos los tiempos y, por lo visto, de toda Europa), al bloquear el número de licencias, las convirtieron en un valor especulativo (cuestan, en Barcelona cuando menos y seguro que también en Madrid, casi, o sin casi, como un piso). ¿Qué ocurre? Pues que, con ello, los ayuntamientos han perdido su capacidad de flexibilizar el sector: si abren la veda de la licencia, las que existen actualmente se devaluarán de forma sustancial, quizá totalmente, con lo que tendrán un conflicto gordísimo; para disminuirlas, tendrían que indemnizar a los titulares de las licencias suprimidas (y aún así habría pollo) y no están las arcas públicas españolas -y las municipales menos- para esta clase de bromas.

En pocas palabras: la única solución al conflicto es liberalizar el sector (licencias y tarifas libres, bajo una regulación común, eso sí, en materia de uniformidad del vehículo, profesionalidad del taxista, seguridad del pasajero y responsabilidad civil) pero liberalizar el sector es inasumible para los ayuntamientos. Económicamente, desde luego, imposible a fecha de hoy; pero es que, además, el conflicto social -y probablemente hasta de orden público- que se plantearía con los taxistas sería muy duro de gestionar. Sólo en Barcelona hay más de diez mil licencias de las que cuelgan autónomos y trabajadores asalariados (y sus familias, claro), y empresas (casi todas, por no decir redondamente todas, PYMEs).

Sin embargo, las alternativas basadas en estructuras colaborativas facilitadas por las tecnologías, van a más y pronto serán -si no lo son ya- un fenómeno tan difícil de combatir, por no decir imposible, como el P2P (en cuya filosofía, por cierto, se basa el asunto) con total independencia ya no sólo del juicio moral de la cuestión sino incluso de la normativa, cada vez más imposibilitada de dar alcance a la pujanza, flexibilidad, velocidad y capacidad de mutación y reproducción de los proyectos basados en esas tecnologías. La propia Comisión europea está torciendo el gesto ante la pretensión de algunas ciudades de echar a Uber (y similares) del mercado.

En lo demás, tampoco los ciudadanos estamos demasiado contentos con el sector: tarifas crecientes, profesionalidad decreciente (¿qué barcelonés no se ha topado con un indostánico que no entiende ni el idioma y que tira a trancas y barrancas de GPS? ¿quién da las licencias de taxista en esta ciudad?) y un servicio, en su conjunto, manifiestamente mejorable, incluyendo la presentación y la higiene de sus vehículos (y de algún que otro conductor, de paso). Al barcelonés común, seamos claros, el taxi no le resulta un servicio próximo ni simpático. Habría que preguntarle al madrileño (o al sevillano, o al bilbaíno), pero me parece que la respuesta no iba a andar muy lejos.

El conflicto, pues, está ahí. Y tiene mala solución. No me gusta ser determinista -de hecho, no lo soy, en absoluto- pero otros fenómenos disruptivos -según le gusta expresarse a Dans- nos han enseñado el camino que seguirá este: Uber es la punta de lanza de un fenómeno que irá creciendo y, probablemente, en proporción geométrica, le guste a la normativa vigente o no le guste; además, a medida que el tiempo avance, la represión, ya ahora muy difícil, se hará imposible. Los autores no aprendieron (si es que ya han aprendido, que no está del todo claro) hasta que la realidad derrumbó su tinglado sobre ellos mismos. A los políticos y a los urbanistas (y a los taxistas también, y lo siento sinceramente por la mayoría de ellos) les espera idéntica y dura enseñanza.

Resulta lacerante decir que algo sucederá con independencia de la ley, pero el problema no está tanto en la infracción en sí misma como en quienes promulgan una normativa inflexible que no es que se vuelva obsoleta sino que, con harta e irritante frecuencia, ya nace así.

La culpa, en definitiva, es de la sumamente deficiente profesionalidad del legislador.

Imagen: Enfo en Wikimedia Commons
Licencia: CC-by-sa

5 de junio de 2014

República

Tengo un sentimiento bastante encontrado en el tema de la república. Soy republicano porque pienso que ser monárquico en el siglo XXI es, para no utilizar palabras gruesas, retrógrado, desfasado y anacrónico. Aunque quizá las palabras gruesas serían más apropiadas, pero dejémoslo así.

Ahora bien, la palabra «república» no significa, en sí misma y en el contexto actual, más que ausencia de monarquía, con lo que la cosa queda un poco colgada. ¿De qué república estaríamos hablando? ¿De una república cuya diferencia con la monarquía sería la electividad del jefe del Estado? No sé si para este viaje harían falta alforjas: para mantener un elemento inútil, lo mismo da que sea el mismo, con caráctrer hereditario y vitalico, que un tío o tía que pudiéramos cambiar cada X años. En puridad. Si hablamos, en cambio, de una república presidencialista, ya es otra cosa. Pero... ¿qué tipo de república presidencialista? ¿Una en la que el presidente es, a la vez, el jefe del Gobierno -como en Estados Unidos- u otra en la que el presidente y el jefe del Gobierno tienen competencias propias e incompatibles entre sí, como en Francia?

Personalmente, hace mucho tiempo que tengo decidido que no pienso votar ninguna opción -ni república, ni independencia (en caso de que llegara ésta a consulta legal) ni ninguna otra cosa- si no llevan grapado un completo proyecto constitucional. Porque si aún con el completo proyecto constitucional me la pueden dar con queso, figúrate sin él.

En España, tenemos un problema con esto de la república, y un problema grave. Con más o menos simpatías que algunos le puedan tener a Juan Carlos por aquello de que trajo (?) la democracia (?), es decir, por encima del fenómeno de juancarlismo sobre monarquismo cabe admitir que la mayoría de españoles es republicana, pero, como pasa con la monarquía y Juan Carlos, se trata de un republicana, sí, pero....

Aunque pretenda negarse y se vendan torticeramente sus maravilosas e infinitas virtudes, la cuestión cierta es que muchísimos españoles guardan de la IIª República una memoria y una imagen -propia o heredada- fatales. Yo diría que espantosa. Lo cierto es que por más que se empeñen muchos corifeos republicanos -haciendo flaco favor a su aspiración y a su idea, y, de paso, a la mía- la IIª Repúblcia fue un desastre de principio a fin. Que vale, que sí, que hizo cuatro cosas culturillas muy interesantes y que promocionó a la mujer y le dio el voto... Es verdad, pero esto me suena a cuando se habla de Cuba en referencia a una estupenda estructura sanitaria (que, además, no es verdad, al menos del todo), como si ahí empezara y terminara todo y como si todo lo demás no fuera una completa mierda. La verdad es que la IIª República fue un caos completo entre tiros a la barriga, sanjurjadas, seisdeoctubres, frentepopulares y bueno, su final -me refiero a los meses inmediatamente anteriores a julio de 1936, porque lo que vino después ya fue inenarrable y me niego, por puro republicanismo, a considerarlo como república, al menos en el sentido normal de la palabra- fue un desbarajuste y una barbaridad que constituyó el perfecto caldo de cultivo de la sublevación que acabaría con ella. No digo que la república fuera, propiamente, culpable de la sublevación, pero por su propia imprudencia, por su propio descontrol, abonó el terreno para que ésta se produjera.

Cuesta mucho, muchísimo, convencer a un gato escaldado de que se meta en agua fría, pero sólo un poco menos que convencer a muchísimos españoles -yo creo, y me disgusta, pero es así, que son mayoria- de que una IIIª República no tendría que ser como la del 31. Porque, además, tampoco el pueblo español es hoy aquel pueblo analfabeto y levantisco de los años 30, tal como se vio en la transición y, en lo referente a levantisco, tal como se está viendo en el cabestrismo con el que ahora está tragando carros y carretas.

Lo peor es que muchos de los republicanos que salen a la luz -y sospecho que la mayoría de los que se echaron a la calle anteayer- más que republicanos parecen, con demasiada frecuencia, segundarrepublicanos, cosa que hay que reconocer que produce repelús. Me lo produce incluso a mí.

Creo que nada podría ser más desastroso para España, en términos históricos, además de los obvios, que una IIIª República que fracasara; y más aún si esa IIIª fracasara por motivos iguales o similares que los que dieron al traste con la IIª.

Por lo demás, veo también demasiado oportunismo en lo de anteayer, demasiado desahogo de una ira, más que justificada, eso sí, pero que por eso mismo, por esa misma ira, lleva a las sospechas de segundarrepublicanismo. A la IIIª República, justa y necesaria, hay que llegar tras un debate sosegado entre todos los españoles, un debate en el que se hable de proyecto, en el que se diseñe la morfología de esa república, diseño lo suficientemente explícito e inequívoco para que de él pudiera deducirse un proyecto constitucional adecuado y ajustado; un proceso, un debate -no una algarada- que llevara a esa IIIª República sin mayor trauma que el de una dinastía haciendo las maletas. No creo que unos pocos años más de monarquía, después de lo que llevamos ya tragado, sean un precio demasiado caro por hacer las cosas bien.

La semana pasada se hablaba desde el poder y desde los medios pesebreros de dar unos retoques a la Constitución. Tras el anuncio de la abdicación del rey (no se ha producido todavía), parece, de pronto, que tengamos una Constitución nueva y la IIIª República a la puerta de casa. La primera es imprescindible a plazo medio: el tinglado de 1978 se ha derrumbado y ya no lo solucionan unos retoques; ni siquiera Rajoy ha negado redondamente la posibilidad, se ha limitado a decir tres tonterías con la boquita pequeña, pero es bastante probable que las Cortes que salgan de las elecciones de 2015 sean pre-constituyentes y hayan de disolverse anticipadamente para votar, entonces sí, unas Cortes constituyentes como la copa de un pino. A menos que nos den el timo de la estampita, como hicieron en 1977 y unas Cortes normales, votadas como tales, se autoinstituyan en constituyentes; pero eso no sé si lo aguantaría la calle, en este país vete tú a saber...

Menos impaciencias: yo estoy convencido de que la república, hoy, perdería un referendum. Y por goleada, además.

Lo de la república es muchísimo más complicado: por más que las cifras de hace dos días fueran apreciables -las realidades son las que son- no podemos perder de vista que decenas de miles no son centenares de miles y menos aún millones. En este caso no es tan demagógico acudir al concepto de mayoría silenciosa, quizá porque, además, no lo es tanto: las redes sociales bajan tan llenas de republicanismo como de anti-republicanismo, lo cual me suena a fractura severa -y quizá a algo peor- como la historia republicana se quiera llevar adelante, ahora o a corto plazo, contra viento y marea.

Este país tiene que aprender a reflexionar, que por ahí nos las dan todas.

Imagen: Fuenterrebollo en Wikimedia Commons
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