4 de diciembre de 2013

El ocaso de Shere Khan

Los indicios de que uno se va haciendo viejo son muchísimos. El más cruel es el del espejo, claro, pero hay muchos más: los pequeños y tontos (o no tan tontos) olvidos (¿cómo se llamaba el tío aquel?), los tres días de lumbalgia cagontó como consecuencia de agacharse a recoger una cosa del suelo con imprudente -y falsa- ligereza, el polvillo gris cada vez más claro y blanquecino que sale al limpiar la máquina de afeitar...

Pero hay otras señales no tan patentes, evidentes y permanentes, más ocasionales... y agridulces. Por ejemplo, cuando uno ve una chavalita, ya no surge aquel tigre de antaño soltando a presión feromonas feroces perceptibles a kilómetros de distancia, sino más bien un gatito ronroneante que se enternece porque la chiquita en cuestión es una variación sobre el mismo tema de las propias hijas.

Cada vez que en el aeropuerto, en la estación de RENFE, o en cualquier otro servicio de atención presencial al cliente en el que me han jugado una de las habituales cabronadas con que las empresas de este país putean a sus clientes (¿qué demonios les enseñan las escuelas de negocios a los cutres dirigentes de esas empresas?) monto, iracundo, el ametrallador de sapos y culebras y me aparece una niña así, enseguida me salta el freno automático: «ojo, chaval, que esta es del calibre de Nuria, para el carro»; y entonces piensa uno que esa chica tendrá un padre y que también a mí me gustaría que ese padre tratara bien a mi hija cuando la situación fuera inversa, de manera que sangrado de vapor y presión a mínimos. Son las chiquitas y chiquitos que los hijos de puta nos plantan delante a modo de escudos humanos. Si en vez de hacerle pasar un mal rato a esa niña pudiera patearle los cojones al presidente del consejo de administración de AENA, otro gallo cantaría.

Reflexiono mucho sobre estas cosas cada vez que, como es frecuente, coincido en el autobús, camino del trabajo, con una azafata de vuelo (me parece que de Air Europa, según me pareció leer en la chapita que contiene el emblema). Es jovencita, no creo que pase mucho de los 25, guapa y de apariencia impecable: el pelo recogido detrás de manera que da la impresión de un corte escalado, una raya inclinada y recta que da lugar a un flequillo perfecto, ni un sólo pelo fuera de sitio; unas uñas largas (para mi gusto, un pelín demasiado) pintadas casi como con aerógrafo y, naturalmente, una manicura exquisita; el dibujo del carmín de los labios, preciso como hecho con tiralíneas, el mismo tiralíneas que ha debido dibujar las cejas, y unas pestañas realzadas con el consabido volumizador; un pañuelo rojo anudado al lado izquierdo del cuello, con los extremos por fuera de una blusa impolutamente blanca; y el uniforme de azul (aéreo, of course) sin una sola arruga. Es delgada, no muy alta, seria y, a veces, casi hierática. Permanece siempre de pie, muy tiesa, en la plataforma central del autobús, con el trolley a su lado, como el fusil de un soldado en posición de firmes.

Siempre que coincido con ella la miro (con la máxima discreción, no me gustaría molestarla) y pienso que es mucho más que un juguetito bien diseñado: es una profesional con una muy sólida formación que incluye amplios conocimientos (y capacidad práctica) en materias como higiene y medicina aeronáutica (al nivel de primeros auxilios), normativa (en algunos casos, muy compleja), operación aérea, tratamiento y reglamentación en materia de transporte de mercancías (incluyendo las peligrosas), supervivencia en medio ártico, marítimo, selvático o desértico (y conocimiento del equipamiento correspondiente), actuación en emergencias aéreas, salvamento y socorrismo náutico... No es una simple camarera de alto standing, como muchos creen. Su padre debe estar orgulloso de ella (sus padres, vaya, pero pienso en el padre un poco en plan coleguitas) tanto como yo lo estoy de las mías (el otro día se me caía la baba viendo a Nuria, mi hija mayor, 3º de grado de Historia, leyendo como si tal cosa un documento medieval de esos que [dicen que] están en catalán, castellano o latín, pero que es como un jeroglífico ininteligible). Y se me ocurre pensar que si llegara a conocer a este padre, podríamos tomar juntos alguna copichuela (no muchas, por aquello del tigre que ya nooo...) y darnos bombo mutuo: qué hijas tenemos ¿te das cuenta?

No, ya hace muchos años que no somos aquellos tigres aguerridos dispuestos a zamparnos lo que nos echaran mientras inventariábamos cuidadosamente nuestras presas y las cicatrices ganadas en cien batallas. Pero -quizá porque no hay otra, quieras o no- tampoco es desagradable ser ya un gato viejo y barbado, cómodamente instalado en su almohadón blando y calentito mientras contempla con satisfacción que, bueno, quizá no hubo tanto tigre, que acaso no pasó la cosa de lince -que ya está bien- pero que ha legado al mundo un par de ciudadanitas en condiciones de aportarle un buen granito de arena a la mejora de este guano en el que estamos metidos.

Y a ver si me prejubilan, coño (que, estando en la Administración pública, no caerá esa breva; y menos, en condiciones).

(Dedicado -aunque no sé si llegará a leerlo nunca- a Noelia, la gentil azafata de Noreña de cuya simpatía y eficiencia profesional tuvimos la suerte de gozar durante el II Encuentro Nacional de Internautas celebrado en Langreo en Abril de 2010)


Imagen: Wieke de Rijk, Netherlands en nl.Wikipedia
Licencia: CC-by

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