A las diez menos algo de la mañana, mi padre telefoneaba a casa: «Me han llamado de Madrid. Han matado a Carrero. ¿Dónde está Javier?». Lo que Tom Wolfe denominó el aleteo de los ángeles de la muerte funcionaba en España a muchísima mayor velocidad que las agencias de noticias, atornilladas por la censura del régimen, que aún se preguntaba si gas o bomba, si será una rosa o será un clavel. Javier -yo- estaba, por otra parte, en casa. Como en los últimos seis meses. Mi padre había preguntado por mí exclusivamente a sabiendas de que mis hermanos estarían en el cole. Pero volvamos un poco atrás...
Terminé en junio de ese año el primer curso de la licenciatura de Derecho. Todo aprobado, aunque uno de esos aprobados constituye aún hoy un misterio para mí, pero, en fin, eso compensa idéntico misterio en algún que otro suspenso posterior. Pero a cargo del Ministerio de Educación y Ciencia (así se llamaba entonces) había un tío aún más pintoresco que Wert. Se llamaba Julio Rodríguez Martínez, posteriormente conocido, por las razones del párrafo anterior, como Julito el Breve*. A él se le ocurrió la peregrina idea de asociar el año académico al año solar, de modo que los cursos -de momento, los universitarios- empezarían en enero y terminarían en diciembre. De modo que aquel año de 1973, tuve seis meses de vacaciones; de vacaciones muy difíciles de programar, además, porque, como siempre en España -incluso ahora-, estas cosas nunca se saben seguras hasta el último momento. Y, además, mientras duraron las vacaciones, todo fueron macutazos telefónicos de «oye, que me han dicho que empezamos ya» (donde «ya» iba desde «mañana» hasta «el mes que viene», pasando por «la semana próxima»). Nada: empezamos en enero. Mi segundo de carrera no fue un curso delimitado por dos años, como lo había sido el anterior (1972-1973) o como lo sería el siguiente (1974-1975) sino por uno sólo: 1974. Yo pertenezco a la primera promoción de COU y a la generación universitaria del curso a piñón fijo cronológico del 74. Un curso de seis meses, en vez de nueve, porque el ministro que sucedió a Julito el Breve, más racional, devolvió las aguas a su cauce.
Por eso mi padre preguntaba por dónde andaba yo. Porque, en un principio, hasta que el paso de las horas -de muchas horas- mostró que no iba a pasar nada, hubo miedo, muchísimo miedo. No porque se esperara ningún movimiento contra el régimen sino porque, al contrario, se temía que el régimen desatara una represión brutal y ciega, es decir, indiscriminada. Y los universitarios éramos un target fijo si ésta se desencadenaba. Al final, como a toro pasado es sabido, no pasó nada: pagaron el pato Marcelino Camacho y sus colegas del «Proceso 1001» y Puig Antich. Los primeros estaban en la calle apenas un par de años después; al segundo no pudo amnistiarlo nadie. Pero hasta que todo esto estuvo claro, pasamos miedo, muchísimo miedo: Carrero Blanco era una mala bestia y sus acólitos no se quedarían tan tranquilos viendo que alguien había osado liquidar a quien parecía llamado a constituir la garantía de continuidad del llamado «Régimen del 18 de Julio». Hubo tranquilidad formal, es decir, ausencia de disturbios, pero fue la única tranquilidad que hubo. Ni siquiera la propia muerte de Franco -quizá por prevista, por digerida con anticipación- trajo tanto miedo por lo inmediato; preocupación por el futuro, sí, pero no miedo a que se desencadenara una matanza. Pero ese 20 de diciembre de 1973, no lo tuvimos claro hasta muy caída ya la tarde. Y aún así, los siguientes días después de las fiestas, ya reiniciado el curso académico, anduvimos con la mosca tras la oreja. Lo cierto, sin embargo, es que ni siquiera la ejecución de Puig Antich (que la propia gauche divine se tomó bastante a la fresca) provocó alteraciones importantes, más allá de algunos disturbios previstos y previsibles de los que ni siquiera guardo memoria.
Esta es mi vivencia personal. El resto de la historia, podéis buscarla por ahí y hallaréis cosas interesantes, sin duda, como la especulación -por otra parte, racional- sobre si ETA fue la que proyectó el atentado o solamente fue el brazo ejecutor de... ¿quién? Yo recuerdo haber visto, uno o dos días antes del atentado, la foto de Henry Kissinger, a la sazón secretario de Estado norteamericano, saliendo de su entrevista con Carrero con una cara así de larga, sombría... fúnebre, diría yo. Y hasta aquí puedo leer, pero conviene no olvidar que a Kissinger no le temblaba el pulso a la hora de hacer liquidar a la gente; no en vano ostenta el Premio Nobel de la Paz.
De todo esto se cumplen hoy cuarenta años. La leche, cuarenta años y yo lo recuerdo vívidamente como si hubiera sucedido el año pasado. ¡Qué viejo me estoy haciendo!
Me quedo, eso sí, con el premio a título póstumo que Franco le otorgó al hombre que le guardó una fidelidad inmensa e incondicional, a su perro faldero, que lo fue desde que se conocieron en los días del desembarco de Alhucemas, y que constituyó su epitafio político e histórico: «No hay mal que por bien no venga».
Inmenso.
Imagen: Placa en el lugar del atentado (autor: J.L. de Diego) en Wikimedia Commons
Licencia: Dominio público
* En la entrada dedicada a Julio Rodríguez en Wikipedia, su autor indica que el curso de 1974 sólo fue tal como lo cuento para los alumnos del primer curso de cada carrera. No es exacto. En la Universidad de Barcelona, cuando menos, afectó a todos los cursos de todas las licenciaturas y diplomaturas (aunque admito que pudo haber alguna excepción -recalco lo de «excepción» porque habría sido eso-, si bien a fecha de hoy no me consta ninguna).
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