Problemón con los taxis y Uber. Uber, ya sabéis, esa empresa que, mediante una APP, pone en contacto a usuarios con conductores privados que realizan el mismo servicio que el taxi a precio alzado que se paga a través de la propia APP. Como encima parece que el servicio es de gran calidad -digo parece porque hablo de oídas: yo no lo he usado-, tiene muchísimos adeptos, en número creciente, además, y, por tanto, el conflicto con los taxistas está servido. Ya hablé una vez de este tema, creo recordar, pero habrá que volver sobre él; esta mañana he tenido un interesante debate en Twitter con Ricardo Galli y con José Cervera sobre la cuestión. Y convendría que le echárais un buen vistazo al post de Enrique Dans al respecto.
Los taxistas se quejan con su razón: mientras ellos trabajan con una licencia que les ha costado un dineral, deben utilizar unos taxímetros homologados (e injustificablemente carísimos), sus seguros de responsabilidad están sujetos a primas más costosas y, en fin, deben cumplir unas normas reglamentarias (aunque algunos se las pasen por el forro) que les obliga a llevar el coche en unas determinadas condiciones, cumplir con un sistema de turnos horarios, percibir unas tarifas establecidas, etc., los vehículos y conductores adscritos a Uber no tienen todas esas limitaciones (ignoro si Uber tiene algún sistema de control de calidad, pero imagino que consistirá básicamente en las valoraciones de sus usuarios). Y, en último término, a los taxistas les protege la ley, una ley que Uber se salta alegremente.
Pero, salvado y aclarado lo dicho, la realidad es más compleja y añade muchísimos matices a la cuestión.
El sector del taxi... se dice que es un monopolio. No, monopolio propiamente no creo que sea la palabra: en el sector hay multitud de empresas y, sobre todo, está compuesto mayoritariamente por trabajadores (o empresarios, llámalos como quieras) autónomos. Pero sí es cierto que el sector, como un conjunto, como un todo, está acerrojado: son los que son y punto. Si entra alguien nuevo, es porque sale alguien antiguo. La estupidez y la cortedad de vista de los políticos municipales (de todos los tiempos y, por lo visto, de toda Europa), al bloquear el número de licencias, las convirtieron en un valor especulativo (cuestan, en Barcelona cuando menos y seguro que también en Madrid, casi, o sin casi, como un piso). ¿Qué ocurre? Pues que, con ello, los ayuntamientos han perdido su capacidad de flexibilizar el sector: si abren la veda de la licencia, las que existen actualmente se devaluarán de forma sustancial, quizá totalmente, con lo que tendrán un conflicto gordísimo; para disminuirlas, tendrían que indemnizar a los titulares de las licencias suprimidas (y aún así habría pollo) y no están las arcas públicas españolas -y las municipales menos- para esta clase de bromas.
En pocas palabras: la única solución al conflicto es liberalizar el sector (licencias y tarifas libres, bajo una regulación común, eso sí, en materia de uniformidad del vehículo, profesionalidad del taxista, seguridad del pasajero y responsabilidad civil) pero liberalizar el sector es inasumible para los ayuntamientos. Económicamente, desde luego, imposible a fecha de hoy; pero es que, además, el conflicto social -y probablemente hasta de orden público- que se plantearía con los taxistas sería muy duro de gestionar. Sólo en Barcelona hay más de diez mil licencias de las que cuelgan autónomos y trabajadores asalariados (y sus familias, claro), y empresas (casi todas, por no decir redondamente todas, PYMEs).
Sin embargo, las alternativas basadas en estructuras colaborativas facilitadas por las tecnologías, van a más y pronto serán -si no lo son ya- un fenómeno tan difícil de combatir, por no decir imposible, como el P2P (en cuya filosofía, por cierto, se basa el asunto) con total independencia ya no sólo del juicio moral de la cuestión sino incluso de la normativa, cada vez más imposibilitada de dar alcance a la pujanza, flexibilidad, velocidad y capacidad de mutación y reproducción de los proyectos basados en esas tecnologías. La propia Comisión europea está torciendo el gesto ante la pretensión de algunas ciudades de echar a Uber (y similares) del mercado.
En lo demás, tampoco los ciudadanos estamos demasiado contentos con el sector: tarifas crecientes, profesionalidad decreciente (¿qué barcelonés no se ha topado con un indostánico que no entiende ni el idioma y que tira a trancas y barrancas de GPS? ¿quién da las licencias de taxista en esta ciudad?) y un servicio, en su conjunto, manifiestamente mejorable, incluyendo la presentación y la higiene de sus vehículos (y de algún que otro conductor, de paso). Al barcelonés común, seamos claros, el taxi no le resulta un servicio próximo ni simpático. Habría que preguntarle al madrileño (o al sevillano, o al bilbaíno), pero me parece que la respuesta no iba a andar muy lejos.
El conflicto, pues, está ahí. Y tiene mala solución. No me gusta ser determinista -de hecho, no lo soy, en absoluto- pero otros fenómenos disruptivos -según le gusta expresarse a Dans- nos han enseñado el camino que seguirá este: Uber es la punta de lanza de un fenómeno que irá creciendo y, probablemente, en proporción geométrica, le guste a la normativa vigente o no le guste; además, a medida que el tiempo avance, la represión, ya ahora muy difícil, se hará imposible. Los autores no aprendieron (si es que ya han aprendido, que no está del todo claro) hasta que la realidad derrumbó su tinglado sobre ellos mismos. A los políticos y a los urbanistas (y a los taxistas también, y lo siento sinceramente por la mayoría de ellos) les espera idéntica y dura enseñanza.
Resulta lacerante decir que algo sucederá con independencia de la ley, pero el problema no está tanto en la infracción en sí misma como en quienes promulgan una normativa inflexible que no es que se vuelva obsoleta sino que, con harta e irritante frecuencia, ya nace así.
La culpa, en definitiva, es de la sumamente deficiente profesionalidad del legislador.
Imagen: Enfo en Wikimedia Commons
Licencia: CC-by-sa
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