Lo que pasa en este país con la puntualidad es de verdadero asombro y no me extraña que a los extranjeros les dé un patatús. La alegría con la que cualquier hijo de puta llega a una cita con un retraso de quince o veinte minutos y saluda como si tal cosa al que le está esperando (y que acumula, al retraso del otro, los minutos de antelación que se tomó para no ser un cabrón precisamente como el otro), es un auténtico insulto; o, aún peor, que dé una excusa estúpida como «Perdona, chico, pero es que he tenido muchísimo trabajo», como si los demás estuviésemos de vacaciones.
Es una guerra que llevo combatiendo en todos mis ámbitos personales y que sólo gano cuando soy yo el que tiene la sartén por el mango: desde que hace diez años decidí ser definitivamente intransigente y fundamentalista con este tema, a cualquiera que quede conmigo le conviene saber que si llega cinco minutos y un segundo después de la hora acordada, ya no me encontrará. Los cinco minutos de cortesía, son cinco, no seis. En estos diez años sólo he sido paciente con quienes me han demostrado una larga trayectoria de puntualidad extrema y castrense, o sea, con apenas dos personas. Lo curioso son los rebotes que pilla el plantado quejándose de que no has tenido siquiera diez minutos de paciencia (frecuentemente, además, es mentira: esos diez minutos han sido, en la estricta realidad, quince o veinte, pero yo ya no me he quedado para averiguarlo).
No hace mucho, con ocasión de dar una charla que me pidieron, había poca gente en el auditorio, así que, llegada la hora de inicio anunciada, el organizador me pidió que esperáramos diez minutos más. Me negué: ni yo tenía por qué perder diez minutos de mi tiempo, ni tenía por qué ser un grosero con los que premiaban por adelantado mi esfuerzo con su interés y con su rigor horario, de modo que empecé y los que llegaron después se jodieron (si es que ése fue el caso). Por la misma razón, últimamente, cuando la mía es la última intervención de una serie de ellas, pido al moderador que sea muy estricto con los tiempos porque si el mío se merma en más de un 15% me negaré a intervenir: todos los que habéis preparado charlas con tiempos muy ajustados sabéis el esfuerzo que cuesta prepararlas para que luego te lo machaquen los que no han sido tan cuidadosos en esa preparación y que han intervenido antes que tú. Después de haberte vuelto loco para estructurar en una charla de veinte minutos lo que necesitarías dos horas para explicar, que te digan que el tiempo se nos ha echado encima y que sólo tienes diez minutos porque el restaurante está reservado para las dos en punto y ya son menos cuarto, es una cabronada como un piano (me ha ocurrido exactamente tal como lo cuento, solamente que recuerde ahora, tres veces; pueden haber sido más).
Me viene toda esa iracundia cuando leo una convocatoria para un desplazamiento colectivo en el que participaré mañana que dice literalmente esto: «El autocar a ... saldrá de ..., a las 7:45h. y no esperará más allá de las 8:00h». La negrita es de la propia convocatoria, no mía. Para empezar, lo preciso de la redacción: el autocar saldrá a tal hora... y no esperará más allá de un cuarto de hora después. Átame esta mosca por el rabo: o sale o espera, pero parece que sale dos veces, la que sale propiamente dicha y la que no espera. Pero nunca entenderé esto de concertar un encuentro a una hora para ejecutar la cita un cuarto de hora después. La entidad juvenil a la que pertenecen mis hijas convoca con cuarenta minutos de antelación, cosa que me parece -y nunca se lo he dejado de comunicar a los responsables- un auténtico y demencial despropósito.
Extranjeros y marcianos -a quienes, no sin razón, presumimos muchísimo más racionales que nosotros- se pasmarían hasta la fibrilación cardíaca si supieran que varias leyes (la de asociaciones o la de propiedad horizontal, entre otras varias) exigen doble convocatoria para las reuniones, prescribiendo, además, un mínimo de media hora entre ambas. En primera convocatoria con tal quorum, en segunda -media hora, una hora después- con quien haya. Excuso decir que no hay ni una sola de estas reuniones que se inicie en primera convocatoria y no es infrecuente que más de la mitad de los que finalmente asisten llegue tarde incluso a la segunda.
Curiosamente -esto lo veo varias veces al día en mi trabajo- el sector social o profesional puntual por excelencia -aparte del militar y del taurino, que ya son proverbiales- es el empresariado: no sé si por aquello de que time is gold o porque cultivan mucho -les conviene- la seriedad de su imagen, los empresarios son cronométricos en sus citas. Y cuanto más importantes, más puntuales. E igual con la duración de esas citas: si se establece que una reunión ha de durar, como máximo, una hora, tranquilos que no durará sesenta y cinco minutos y fácilmente acabará con anticipación al tiempo previsto. De donde llego a la conclusión de que el impuntual no es un tipo que gestiona mal su tiempo sino que, sencillamente, lo tiene en exceso (con lo que se cae su habitual excusa de que ha tenido mucho trabajo) y no necesita ajustarlo. Los demás, que revienten.
Esto de la impuntualidad sistemática -y, además, exagerada- es uno de los defectos hispánicos que peor sufro: me parece insultante y despreciativo hacia su víctima -el que ha llegado puntual... o menos impuntual-, me parece la causa madre de muchísimas ineficiencias y me parece indicio de que los pocos modales que siempre hemos tenido los españoles van disminuyendo a pasos agigantados.
¿Mi personaje de ficción favorito? Por supuesto: Phileas Fogg. ;-)
Imagen: Huhu Uet en Wikimedia Commons
Licencia: GFDL
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