Ese tema del derecho al olvido es delicado y difícil. Lo primero que uno se pregunta (de hecho, algunos comentaristas se lo han preguntado) es de dónde sale ese presunto derecho, quién se lo ha inventado y quién ha promulgado ese inédito derecho exclusivo a escribir la propia biografía sin que nadie más pueda hacerlo. También hay que reconocer que si ese derecho no existe, o no existía hasta ahora, es, sencillamente, porque no había hecho falta o sólo les había hecho falta a los escasísimos prohombres con entidad suficiente como para que alguien emplease tiempo escribiendo -y dinero editando- un libro sobre ellos. Pero con Internet, el problema se extiende a todo el mundo: cualquiera, absolutamente cualquiera, puede ser biografiado por cualquiera -y de modo bastante exhaustivo- con gran facilidad.
Y sí, humanamente parece que sí apetece la consagración de ese derecho. Yo pienso muchas veces en las pobres hijas de Zapatero y en aquella foto ominosa. Pienso en un futuro en el que unas mujeres, quizá capacitadas, quizá excelentes profesionales, acaso vean puertas cerradas por la inoportuna -pero prácticamente segura- aparición de la desgraciada fotografía en cuestión, precisamente en una época en que las empresas, los partidos políticos, corporaciones, incluso no pocos ámbitos de las administraciones públicas, rinden tantísimo culto a la imagen que no aceptarían que esas chicas pudieran representar visiblemente a la organización de marras u ocupar un puesto de eventual trascendencia mediática.
¿Por qué tendrían las Zapatero que sufrir las veleidades de un padre que ignoró incluso su exacto papel como tal? Efectivamente, prácticamente todos los padres, puestos en su lugar, hubiéramos dicho -como tantas veces hemos dicho en ocasiones similares de acuerdo con la vida social de cada uno- aquello de «Ni hablar, vestida así no vas a...» y aquí pon «la comunión de tu prima», «el entierro de la abuela»... o «visitar al presidente de los Estados Unidos». En su tremenda carencia de referencias firmes, Zap ignoró (no sé si ignorará todavía) que el ejercicio de la paternidad comporta, entre otras cosas, un responsable y adecuado ejercicio de la autoridad. Y ejercer la autoridad supone, en muchas ocasiones, privar a alguien -a los hijos, en este caso- del uso y disfrute de una determinada libertad que, en términos generales, preexiste. ¿Tendrán que pagarlo sus hijas de por vida?
Más generalmente, todos hemos hecho burradas cuando éramos jóvenes... ¿Hay que purgarlas a perpetuidad? ¿Hay derecho a que una impremeditada borrachera juvenil -pongo por caso- constituya una seria barrera al progreso laboral, profesional y social de una persona quizá, por lo demás, brillante? Se me viene ahora el recuerdo de una batallita de la mili: un gastador pasó su último mes de servicio en el calabozo; bastante perjudicado por libaciones, al parecer abundantes, no se le ocurrió nada más que subirse una noche a la mesa del coronel con un atuendo estrafalario y unos calzoncillos por sombrero y dejar que le hicieran una foto. Naturalmente, la foto (hecha con una cámara Polaroid) circuló y... bueno... Chorradas de chavales, y más en el entorno de la mili, sí, pero... ¿y si esa foto hubiera subido a Internet? No sé qué será de ese chico -hoy un hombre con la jubilación en un horizonte a medio plazo, como yo mismo- porque tampoco lo conocí mucho entonces, pero imaginemos por un momento que hoy es un feliz y acreditado director de Relaciones Públicas de una cadena de grandes almacenes, pongamos por caso. ¿Lo habría sido con esa foto ahí arriba? Muy probablemente no. Mire, Martínez, es usted un profesional como la copa de un pino, y en esta casa le apreciamos mucho, pero imagine que tenemos un problema grave, que usted sale a dar la cara, como sería obligación de su cargo, y la gente de Twitter o de Menéame empieza a hacer correr esa foto; figúrese: encima del problemón originario, la rechifla subsiguiente...
Lo cierto es que todos vivimos ya en un escaparate, no sólo porque nos ven los que tenemos alrededor en un momento dado sino porque, según ruede, puede llegar a vernos el mundo entero. Tal como suena.
Esta mañana veía un tuiteo en el que alguien acusaba al conductor de una furgoneta de la Diputación de Girona de haber arrojado en carretera una colilla encendida que fue a parar al parabrisas del tuitero, que circulaba inmediatamente detrás. Y en el propio tuit viene la foto de la furgoneta con el logotipo de la Diputación y la matrícula del vehículo. Puede que no pase nada. Puede que ese conductor sea llamado a capítulo y pase un mal rato. Puede pasarle algo incluso peor según lo que tengan de despiadados sus superiores y lo precario de su contrato.
Todo ello es luctuoso, pero es así, es como está funcionando el mundo ahora mismo. ¿Puede evitarse? No lo sé, es realmente difícil. Incluso aunque se lograse sacar un contenido fuera de la red -empresa tan difícil que parece redondamente imposible- ese contenido podría residir en millares de discos duros o de directorios in the cloud y reaparecer y multiplicarse exponencialmente por segundos en el momento menos pensado (y, normalmente, más inoportuno). Seguro que gobernantes estúpidos intentarán legislar contra eso; recordemos que los tontos con gorra de plato (Gil y Gil en eso tenía razón) tienden a creer que sus ukases son taumatúrgicos y todo lo pueden; así tenemos nosotros un Código penal enciclopédico y abarrotado de estupideces. Pero todo lo que se haga al respecto será inútil, según me temo. Por eso me sorprende la reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la UE (habitualmente muy bien centrado en los asuntos tecnológicos) obligando a Google a borrar los enlaces a un determinado contenido no muy airoso para el afectado al que beneficia la sentencia: si ni la retirada del contenido sería suficiente -como acabamos de ver- ¿que se cree nadie que va a ganar retirando enlaces de buscadores sin siquiera retirar el propio contenido de allá donde está? De locos.
La solución, desde luego, no está en llenar de tonterías la máquina de legislar o de sentenciar y ponerla en marcha.
En realidad, no hay más solución que la pública y generalizada asunción de la idea de que nadie, ninguno de nosotros, es perfecto, que mañana podemos ser nosotros mismos víctimas de un bochorno parecido al que hoy estamos haciendo pasar a otro. Es cuestión, en fin, de educación y de conciencia social. Del mismo modo que hace no tantos años los discapacitados mentales o sensoriales eran objeto de burla o, como mínimo, de trato despectivo y hoy reciben -aún con todas las carencias que todavía sufren- un trato más humano y justo, tendremos que empezar a asumir que un dirigente empresarial o político o social totalmente digno de ocupar la posición en la que está, no pierde ni un átomo de mérito o de dignidad por el hecho de que todos sepamos -o podamos saber- que a los dieciséis años se le fue la mano en un botellón o que a los veinte escribió una carta a un periódico diciendo cuatro tonterías mal meditadas.
Porque el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.
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