10 de noviembre de 2013

Mossos vergonzosos (III)

Nuevamente los Mossos, es inevitable, aunque a mí no me gusta estirar excesivamente los temas, pero es que el tema se estira solo.

Hoy, domingo, leo en «La Vanguardia» un artículo de Javier Ricou que deriva de la carta de un lector (CAT) de días atrás que escenificaba la inquietud de un niño ante la inaudita evidencia de que ahora los policías eran los «malos». Realmente, la carta tiene un final poco menos que siniestro: «Yo le digo a mi hijo que seguro que hay policías buenos, pero él se ha ido a dormir inquieto por los que no lo son. Hoy, desgraciadamente, mi hijo ha aprendido a desconfiar de la policía».

Ricou pone en danza a fiscales, jueces, catedráticos de ética para que proclamen lo que es cierto y que debería ser evidente: que la labor general de los Mossos (excluyendo a la BRIMO, por mi parte: siempre he dicho que no reconozco a los antidisturbios como policías) es muy buena y que no se puede poner en la picota a todo un cuerpo por unas cuantas actuaciones lamentables.

Por eso decía yo en artículos anteriores que el problema -que existe- es básicamente interno. En primer lugar, hay demasiadas actuaciones lamentables. En segundo lugar, estas actuaciones lamentables se ven protegidas por una suerte de impunidad interna. En tercer lugar, en los pocos casos en que se ha llegado a la condena por sentencia firme, el indulto gubernamental ha sido prácticamente ritual.

En el caso que ha causado más alarma social, el de Juan Andrés Benítez, el vecino del Raval que resultó muerto tras una detención absolutamente espantosa, el comportamiento de mandos y políticos no ha podido ser, para la ciudadanía más indignante. Negar unos hechos que todos hemos visto, pedir presunciones de inocencia destruidas por varias imágenes, negarse a tomar medidas administrativas contra los Mossos que protagonizaron el incidente, no cepillarse inmediatamente al director general... ésas son las verdaderas causas del problema.

Siempre habrá casos de policías que se pasan de la raya, aquí y en cualquier parte del mundo, y eso no es un problema, es una desviación de la normalidad que una sociedad cohesionada puede fagocitar... siempre y cuando el correctivo aparezca inmediata y fulminantemente. La cosa se convierte en un problema cuando al policía brutal o torturador se le acoge en sus dependencias de destino con una especie de «ven con mamá, hijo mío, y no te preocupes que esos tipos malos no te van a hacer pupa». La cosa se convierte en un problema cuando los mandos policiales no toman medidas disciplinarias. La cosa se convierte en un problema cuando lo dirigentes políticos intentan -con mayor o menor éxito- echar tierra encima. La cosa se convierte en un problema cuando los propios compañeros de los bárbaros les dan palmaditas en la espalda en vez de escupir en el suelo que pisan. La cosa se convierte en un problema cuando se ofician ceremonias de la confusión desde los más altos estamentos policiales o políticos para enturbiar o hacer desaparecer las pruebas o cuando a los jueces se les niegan con cualquier pretexto. La cosa se convierte en un problema cuando tras ímprobos esfuerzos para lograr una condena firme, el indulto del Gobierno es prácticamente automático; y cuando este indulto ha resultado ser insuficiente (como cuando la Audiencia de Barcelona ordenó el ingreso en prisión, a pesar de todo, de unos mossos cuya condena había sido reducida, vía indulto, a dos años o menos) se amplía sin más hasta donde sea necesario.

Este es el problema y no tanto los «casos aislados». Aunque los «casos aislados» resulten ser tantos que ya van pareciendo, a cada día que pasa, comportamientos ordinarios. Y ese va siendo ya otro problema asociado al primero.

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