Lo veíamos todos los días, sobre las ocho menos veinte de la mañana. El hombre, de una edad indefinible, sobre los cuarenta o los cincuenta, averigua, bajito, regordete, tripón, el pelo greñudo y despeinado, la piel de la cara con ese moreno de aspecto de mal o poco lavado, de andares contoneantes y pausados, así como de ganso, y el puro. El puro era la clave de bóveda del conjunto, un puro que fumaba con evidente regodeo, echando humaredas de auténtica locomotora, un puro que tenía todas las pintas de acompañar a un buen carajillo, ingerido poco antes o camino del mismo. Y allá iba, encaminándose nunca hemos sabido ni adivinado a dónde, como proclamando con grandes y densas volutas de humo, su satisfacción con la vida, su hermandad y amor por la Humanidad. Porque, aún en su cutrez, el hombre respiraba -además de lo que respiraba- sosiego y hermandad.
Lo dejamos de ver. Un día nos dimos cuenta: «¿Y el hombre del puro? Hace días que no lo vemos». Y, en los días siguientes, observamos con singular atención, cada vez que pasábamos, aquel tramo del barrio de Gràcia, próximo a la calle Escorial. Nos preocupó. Durante unos breves segundos, pero diariamente, nos preguntábamos qué habría sido de él y nos inquietaba la posibilidad de que le hubiera pasado algo. Porque su aspecto, tan bonachón, tan pacífico, no era precisamente saludable, y el puro no contribuía precisamente a mejorar la impresión.
Un día, pasado el verano vacacional, en plena rentrée septembrina, lo encontramos de nuevo. Deambulaba, como siempre, rodeado de su perenne niebla de incienso tabáquico, con su caminar anadeante, nos parecía intuir que saliendo del bar o camino del mismo (pobre: a lo mejor resulta que es -o era- abstemio) y con su aspecto de ir de la mano de un mundo feliz. Mira, nos dio una alegría verlo. Nuestro «hombre del puro» formaba ya parte del paisaje urbano camino del trabajo. Sin él, la cosa era más fría, más impersonal, nos faltaba algo.
...Y volvimos a dejar de verlo. Aquel día constituyó una excepción y hasta hoy.
Muchos días nos preguntamos qué habrá sido de él. Ese aspecto y ese puro -quizá el primero de muchos otros durante el día- no hacen presagiar nada bueno, pero si no fuéramos a verlo de nuevo, nos gustaría saber -y procuramos pensar, pese a funestos presagios- que no le ha sucedido nada truculento, que solamente se ha jubilado, o que ha encontrado otro trabajo mejor, o que se ha mudado de vivienda o, simplemente, que, harto de ese trayecto, ahora realiza un recorrido diferente que ya no concide con el nuestro.
De cualquier modo, lo echamos de menos. A él y a su puro.
A su augurio de bonanza y tranquilidad para toda la jornada.
Imagen: ADwarf en Wikimedia Commons
Licencia: Dominio público
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