Me he ciscado muchísimas veces en los guiris que nos agobian a los barceloneses; y lo seguiré haciendo, porque creo que tengo razón y porque nadie me ha demostrado que no la tenga. Y más que en los guiris, en quien me cisco es en quien los trae a patadas, por centenares de miles, para hacer el gran negociazo a costa de una ciudad que ya ha dejado de ser de sus habitantes, de una ciudad que nos han robado para convertirla en un parque de atracciones. Lo he dicho muchas veces y me ratifico en ello con cuarenta toneladas de determinación.
Pero ello no quita que algunas cosas le lleguen a uno al corazón.
Hoy he tomado el autobús para bajar a la plaza Urquinaona a fotografiar un edificio racionalista (pronto lo veréis en Flickr) y en el asiento enfrentado al que yo ocupaba se ha sentado una japonesa que llevaba un trolley enorme, tipo baúl. En un momento dado, me ha preguntado de forma balbuceante por la Ciutat Vella y, aún no sé cómo, he logrado la inspiración para responderle en inglés que un poco más abajo de la parada final tenía la plaza Catalunya y que, desde allí hacia el mar, ya era Ciutat Vella. Todo será que la pobre no haya acabado en el Tibidabo.
Entonces inició la conversación y me preguntó en un español bastante correcto (le costaba un esfuerzo de concentración, pero lograba sacarlo muy potable) si yo había nacido en Barcelona. Al responderle afirmativamente, exclamó un «¡Qué suerte!» casi conmovedor. Me preguntó si hablaba catalán y, al contestarle que sí, quiso saber si lo había aprendido en el colegio. Le dije que no, que lo había aprendido en casa, que mi etapa escolar transcurrió en tiempos de Franco y que, en aquel entonces, de catalán en el cole, nada. ¿Y el castellano? (ella decía español): el castellano sí que ha estado siempre en el cole, entonces y ahora.
Se declaró entusiasmada por el modernismo, delirante por Gaudí y levitante con la Sagrada Familia, que en Japón, dijo, son conocidísimos. Evité desilusionarla y renuncié a decirle lo que pienso: que la Sagrada Familia es un perfecto cagallón, no sólo lo construido después de Gaudí, sino incluso lo que hizo Gaudí mismo, que no me extraña que les guste a los orientales porque esto es darle tal vuelta de tuerca al romanticismo modernista (yo, que no sufro el romanticismo) que el tío creó una perfecta pagoda de dimensiones descomunales, algo oriental, realmente muy poco distintivo de la cultura occidental. Únicamente le dije, eso sí, que en Barcelona hay muchísima arquitectura excelente que no es modernista y que, incluso dentro del modernismo, hay edificios para mi gusto apreciables al no haber caído en la exageración pseudochurrigueresca de los grandes figurones (ya sabéis, Gaudí, Domènech i Montaner, Puig i Cadafalch, esa panda...). Volví a hablarle del racionalismo, del movimiento moderno y demás, y se mostró interesada. Además, el autobús pasó por delante mismo del edificio al que yo iba a fotografiar hoy (de hecho, lo he fotografiado) y le pude enseñar un bonito ejemplo de ese estilo arquitectónico.
¿Sabéis lo más grande? Ha estado en Barcelona tan sólo cinco días. ¿Aprovechando, quizá, un viaje de negocios? No: vino expresamente desde Japón para pasar aquí solamente cinco días. Y el año pasado hizo lo mismo. ¿Cómo no iba a envidiarme el haber nacido y vivido aquí desde siempre?
Al despedirnos, me dijo que estudiaría el racionalismo y el movimiento moderno en Barcelona. Yo no llevaba tarjetas, pero le dejé mi dirección de correo electrónico y le prometí que, si volvía, le enseñaría una Barcelona que no aparece en ninguna guía turística (sin intenciones aviesas, no seáis mal pensados: ella podría ser mi hija y yo soy ya un vejestorio en ciernes).
Y luego, ya en la plaza Urquinaona, miré en derredor como queriendo abarcar mi ciudad. Mi ciudad, así la aludía Ignacio Agustí (CAT) -hoy maldito, claro- en aquella crónica exacta e incisiva que fue la pentalogía «La ceniza fue árbol». Mi ciudad, esa expresión de amor y de odio profundos como encantadora y odiosa es ella misma. Mi ciudad, dichosa Barcelona, querida y amada Barcelona, embustera, falsa y puta Barcelona...
No sé si eso podrá llegar a comprenderlo una japonesa enamorada de un mito, de un Xanadú idealizado hasta el paroxismo, pero, si regresa y me llama, lo voy a intentar.
Imagen: Sagrada Familia: fachada de la Pasión. Foto del autor
Licencia: CC-by-nc-sa
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