Hoy cierra otro establecimiento de toda la vida en Barcelona: el colmado Quílez. Es un no parar. En estos últimos meses, los barceloneses hemos visto cerrar estabecimientos tan entrañables como El Palacio del Juguete o la librería Roquer «Jardinets». Son dos simples ejemplos, como, por citar solamente un par más, lo fueron en su día la armería Beristain (nombre que los barceloneses habíamos catalanizado coloquialmente como Can Beristany), exiliada de la esquina de la Rambla con Ferran por un McDonald's de las narices, o el no menos entrañable (¡ay, los lectores de Cavall Fort de aquella época!) Esports Bavillesed, de la esquina Diagonal con Enric Granados. El etcétera es larguísimo, sin salir de mi generación.
Las Ramblas han sido devastadas en su práctica totalidad y otras vías comerciales como el Portal de l'Àngel también están siendo arrasadas, aunque aún hay tres o cuatro que resisten al vil invasor, como en la aldea de Astérix. La zona de los Jardinets del paseo de Gràcia, estaría total y absolutamente desconocida -en términos de locales comerciales- para alguien que hubiera estado ausente de Barcelona quince o veinte años. Solamente por citar dos o tres. También podríamos hablar de desastres -aún no tan generalizados, pero extendiéndose- en la Diagonal, en el propio paseo de Gràcia, en la Gran Vía, en la Rambla de Catalunya (el Quílez está -aún- en el chaflán de rambla de Catalunya con Aragó) y en un etcétera nada pequeño.
Hay una parte de toda esta catástrofe que hay que admitir como el signo de los tiempos. La ciudad evoluciona y, como en las familias, unos nacen y otros mueren. Negocios que por su naturaleza quedaron obsoletos o que, por cualquier causa, pasaron a ser inviables, comerciantes que se jubilan sin que sus hijos sigan con el establecimiento... son fatalidades contra las que nunca podrá hacerse nada. Y, al final, los que hoy nacen y son nuevos y casi advenedizos, mañana, en cosa de dos o tres generaciones, si aguantan, constituirán un cimiento de la memoria ciudadana en la misma o -esperemos- mayor medida que aquellos otros a los que sustituyeron en su día.
¿La especulación? Bueno sí, es muy fácil ciscarse en la especulación, yo mismo lo hago incesantemente, pero seamos claros: ¿alguno de nosotros vendería o alquilaría por 10 euros lo que hay tortas para comprarle o alquilarle por 50, 100 o incluso 1.000? También debemos tener en cuenta que, en Barcelona (y supongo que en Madrid y en otras ciudades españolas), ha habido un fenómeno de especulación inversa, es decir, arrendatarios que, aprovechando la perezosa inercia de una legislación promulgada prácticamente en estado de emergencia inmobiliaria (la normativa franquista de arrendamientos urbanos, que duró tal cual desde la posguerra hasta bien entrados los ochenta), han estado disfrutando, por dos centimillos de los de Borau, de inmuebles de un valor de mercado enorme. Esa especulación constituiría -en términos sociales- una atenuante y, según los casos, incluso una eximente, de la especulación posterior en sentido contrario. Y, bueno, aún se podría soportar que ese especulador inverso fuera realmente necesitado, esa viuda ancianita perjudiciaria de una pensión no constributiva que ha vivido ahí toda la vida, pongamos por caso; pero la realidad es que negocios saneadísimos y con unas cajas de cortar la respiración han estado durante muchos decenios instalados en locales enormes y céntricos a más no poder por los que pagaban mucho menos que un mileurista por su hipoteca; una cantidad, en muchas ocasiones -en muchísimas- demencialmente inferior a la del mileurista.
Pero más allá de todo esto, de tirios y troyanos, de especuladores por arriba y de especuladores por abajo, hay una cuestión de interés público: la memoria colectiva, y, si se me apura (que no hay que apurar mucho), histórica, de una ciudadanía, de un colectivo urbano.
Buscando referencias en red para ilustrar este artículo, he encontrado uno que habla precisa y centralmente de este tema, en el que el concejal de Comercio, Raimon Blasi (que lo es, además, precisamente de mi distrito, Sant Andreu), confiesa su impotencia para solucionar un problema que depende básicamente de las relaciones entre particulares en las que, en tanto estén dentro de la ley, la administración pública no puede intervenir.
Y, administrativamente, es verdad. Pero, claro, para ejecutar la normativa administrativa no nos hacen falta políticos, ya estamos para eso los funcionarios. De los políticos se espera, precisamente, eso, política, y la política tiene instrumentos administrativos (el fomento, la policía, dichas ambas cosas en el sentido técnico de la expresión, nadie invoca aquí y ahora a los antidisturbios) para lograr, acercarse o, siquiera, intentar, esos fines. ¿Por qué no se usan? Que lo expliquen los políticos. Yo, con datos en la mano, no lo sé. Pero tengo claro que no se usan.
Lo que sí sé es que una ciudad entregada a los intereses de unas minorías, y más aún si esas minorías (franquicias, multinacionales, etc.) no forman parte del tejido tradicional, de la socarrel, de esa ciudad, acaba siendo una acumulación de construcciones, sin espíritu ni carácter propio y sin otra historia que el redactado de más o menos sesudos libros de texto. Acaba siendo, ni más ni menos, como muchas veces he dicho yo, como muchísimas veces han dicho tantos otros, un parque temático, un casino, una atracción para guiris. Teniendo en cuenta, además, que los intereses en que ese sea, precisamente, el destino de nuestra ciudad, de Barcelona, son poderosos y andan metidos con mando en plaza en el propio Ayuntamiento, ya estamos al cabo de la calle.
Esta ciudad hace tiempo que ya no es mi ciudad y cada vez va siéndolo menos. Incluso en los peores tiempos de Franco, gris, guarra, mediocre, Barcelona era nuestra, de los barceloneses. Ahora ya no. La decisión de irme de ella cuando me jubile ya está tomada y sólo depende de que las circunstancias me lo permitan, que no sé si lo permitirán. Pero siempre había temido ese exacto momento, el momento de decirle adiós, de volverme hacia la Diagonal, extendida a mi espalda, para decirle que, si algún día regresara, sería también como guiri.
Ahora ya no lo temo.
Hasta eso me habéis quitado.
Imagen: SergiL en Wikimedia Commons
Licencia: GFDL
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