27 de noviembre de 2013

Piano, piano, si va lontano

Fue noticia estos días el procesamiento de una familia entera por causar lesiones a una vecina mediante la contaminación acústica creada por los ensayos al piano de la hija de la casa. Inicialmente, el fiscal y la acusación particular pedían más de siete años de prisión, que en conclusiones finales rebajaron a nueve meses (al menos, el fiscal, según recuerdo) y ayer se conoció la sentencia que no solamente es absolutoria sino que propina a las acusaciones una bronca descomunal por la desproporción del invento.

Ciertamente, siete años de prisión son una barbaridad para este tipo de delito (cuando, efectivamente, es delito) y da la impresión de que en este proceso se ha perdido el sentido de las proporciones: como dicen acertadamente los jueces, la exageración de las penas solicitadas ha causado a esta familia un sufrimiento excesivo, grave e injusto.

Bien hasta aquí.

Otra cosa es cuando se entona el «no hay para tanto» y cuando se habla de decibelios.

En otros tiempos, hace ya muchos años, sufrí en mis carnes una agresión sonora así, sólo que -afortunadamente- no en mi casa sino en la oficina en la que trabajaba entonces: la vecinita de arriba era profesora de piano y se tiraba toda la jornada laboral (mi jornada laboral, al menos) dale que te pego con las escalas.

¿Era un sonido ensordecedor? En absoluto. Por eso decía antes que lo de los decibelios es relativo. El problema es que las escalas acaban siendo obsesivas para quien las escucha a la fuerza. Lo intentamos todo: primero, que insonorizara la sala del dichoso piano, a lo que nos contestó que no, que costaba muchísimo dinero y que no; como alternativa, le propusimos que tocara música, la que fuera, que podría, a lo sumo, resultar molesta, pero no tan agobiante como las escalas y ella contestó nuevamente que no, que tocaba para ejercitarse y que eso sólo podía hacerse con escalas.

Descartamos llamar a la Guardia Urbana: vendrían con el dichoso decibelímetro y ya sabíamos que la lectura del decibelímetro no iba a pasar de lo legal. Y en aquellos tiempos, el concepto de contaminación sólo se extendía a la toxicidad física y material: aire, agua, alimentaria... El ruido sólo se consideraba contaminante cuando era -otra vez el decibelímetro- excesivo. Estábamos jurídicamente indefensos.

Sólo nosotros, los que lo sufrimos, sabemos lo que fue un año y medio (¡un año y medio!) en este plan, siete u ocho horas diarias (la tía era, aparentemente, incansable, aunque, a ratos, no era ella, sino dos o tres alumnos que al parecer tenía). Fue una tortura de auténtico campo de concentración vietnamita, y que incluía, efectivamente, dolores de cabeza y algún que otro transtorno del sueño (tenía pesadillas con las escalas, por ejemplo). Pasado este año y medio, la imbécil en cuestión fue desahuciada por falta de pago y yo bendije mil veces la Ley de Arrendamientos Urbanos y la precariedad económica de los artistas (ya, ya, ya, ya lo sé: pero fue en defensa propia). Su último espectáculo (ese me lo contaron los vecinos que vivían en el inmueble, yo sólo trabajaba en él) fue la mudanza a altas horas de la madrugada, con el piano bajándose a pie por la escalera no recuerdo si eran cuatro o cinco pisos, chocando contra todos los rincones y produciendo el ruido que cabe imaginar.

Sí, de acuerdo con que meter siete años en prisión a una persona puede ser excesivo ante algo así; pero que no se relativice el daño que causa, que es muchísimo. Y repito que yo sólo trabajaba en aquel edificio, no vivía en él (aunque la verdad es que por las noches no tocaba, lo que evitó seguramente que el vecindario la linchara).

Hay ciertos delitos (los que se cometen con ocasión de la circulación a motor, por otro ejemplo, además del que nos ocupa) para los cuales el código penal debiera ser más imaginativo. Siete años de prisión no, pero ¿y un desahucio? Aún cuando sean los propietarios de la vivienda: condenarlos (sin desposeerles de su propiedad) a dos tres o X años sin vivir en ella. ¿No sería más proporcionado y más adecuado?

Y que no me vengan con decibelios...

Imagen: Steinway & Sons en Wikimedia Commons
Licencia: CC-by-sa

4 comentarios:

  1. Al que no le guste la música, que lo diga, si tiene narices, bastante tiene con lo suyo. Y si la chica quiere ensayar, que lo haga, a mí no me molesta, al contrario.

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    1. Ya se lo propusimos y en la entrada lo digo: que tocara música. La que quisiera, no le impusimos (ni tan siquiera le sugerimos) un estilo u otro. Pero no: tenían que ser escalas. Eso no es música, perdona que te o diga. Y, en todo caso, lo que no se puede hacer -aún cuando realmente tocara música- es martirizar al vecindario.

      De hecho, dos tardes la neutralicé (con música, por cierto): sobre una escalera conecté un radiocassete enorme enfocado a 40 centímetros del forjado de su sala de piano, y le puse a toda pastilla un bacalao infenal. Yo no pude trabajar, pero ella tampoco.

      No sirvió como solución, pero, mira me dio un gustito...

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  2. Vaya, hombre, un poco vengativo, ¿no? -:)
    La verdad es que tiene que molestar que te hagan escuchar los ensayos día a día, escala tras escala, pero algo tendrá que hacer la muchacha para llegar a dominar el instrumento. Yo diría que son molestias menores.

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    1. Molestia no es la palabra. Hay que sufrirlo para saberlo: es obsesivo, es para volverse loco, de verdad. No tiene nada de molestia menor.

      Y lo que tenían que haber hecho la muchacha de mi historia y la familia procesada era haber insonorizado adecuadamente la sala del piano. Que se puede. Es caro, por supuesto, pero es su obligación. También los conjuntos rock tienen que ensayar y para ello se buscan locales sin vecindario o en polígonos industriales.

      Hevia diseñó la gaita electrónica multitímbrica con la idea inicial de que sus alumnos pudieran ensayar sin molestar a los vecinos (la gaita electrónica puede funcionar con auriculares). No te puedes imaginar lo que sería un gaitero ensayando en el piso de encima; y los gaiteros también tienen que ensayar.

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