18 de noviembre de 2013

Sandalias y ladrones

El zapato, la sandalia más bien, de David Fernández, diputado de la CUP en el Parlament de Catalunya lleva camino de ser la prenda de atuendo más famosa de la historia moderna después del Wonderbra; vaya lío, vaya polémica y vaya follón que ha montado. Mucho más follón que las anteriores intervenciones de don David en las que no regateaba epítetos a corruptos financieros de diversa laya.

No sé por qué, se da como axiomática la idea de que la razón se pierde con las formas, cosa que no es en absoluto cierta: la razón es una categoría intelectual consistente en la coincidencia entre lo que se dice o se pretende y la realidad evidente y/o probada. Que, seguidamente, la razón cabalgue sobre modales florentinos o sobre modos barriobajeros no le quita ni le pone, en absoluto, a esa categoría intelectual.

Lo que, por cierto, me lleva a constatar que, en la polémica sobre la sandalia, muchos han impugnado el uso de esa prenda del calzado en la argumentación parlamentaria, pero no he visto que nadie haya objetado la razón de su esgrimidor (bueno, sí, a Marhuenda, pero ése no cuenta por obvias razones de sanidad dialéctica).

Un poco en la línea que le vi anoche a David Bravo en Twitter debatiendo sobre esto con Carlos Ayala, cartagenero y piratón (o sea, del Partido Pirata), yo no lo haría, no ventearía el calzado, pero tampoco voy a desaprobar la línea... dialéctica... de Fernández. Yo, en todo caso, lo que lamento de él es su otra proyección política, el independentismo, pero, dejando de lado esta característica, creo que hacía mucha falta que alguien cantara las verdades del barquero en sede parlamentaria a tanto sinvergüenza. Porque, ojo: yo, probablemente, no utilizaría el zapato, pero mi lenguaje no se alejaría mucho del de don David. Francamente, ante individuos de esa calaña no veo qué otro se puede utilizar. Es más: es nocivo y contraproducente utilizar otro. Porque a esa gentuza hay que amargarles la vida, es la única manera de que se haga escarmiento para el futuro. Los jueces llegan a donde pueden y deben llegar, pero el verdadero castigo debe ser social y cuando no hay castigo social, reproche social patente y evidente, es cuando tenemos el problema.

Alguna vez he dicho, refiriéndome al famoso caso «Farruquito», que de nada servían las sentencias de los jueces (ya le calcaron todo el peso de la ley) si luego, al salir del trullo se llenaban los teatros. Su verdadero castigo habría sido que jamás volviera a tener público y que tuviera que dedicarse a otra cosa. Quizá cruel, pero ejemplarizante y muy probablemente eficaz.

Hace dos o tres veranos, hubo un cierto escandalillo de hipocresía victoriana porque Millet (el saqueador del Palau de la Música) entró en un restaurante de alto copete. Es, por otra parte, público y notorio que anda por la vida llevando -y exhibiendo- un alto tren de ídem. O sea, que se ríe de los peces de colores. Menos se reiría si, en el momento de entrar él en un restaurante, todo el mundo pidiera la cuenta y se largara, hasta que la generalización de esta conducta obligara a los dueños de los diversos establecimientos de restauración a utilizar el derecho de admisión.

Pero el problema está en que hay mucha gente, normal, honrada y trabajadora, sólida y profesional (quizá un tanto gilipollas, eso sí), que mearía Chanel nº 5 si fuera recibida en los salones de un Millet o de un similar penco. Así somos. Y así no vamos a ninguna parte.

El comportamiento aparentemente barriobajero de David Fernández coloca a los ladrones en su verdadero lugar y dimensión. Es como decirles «me importan un pito tu corbata, tu dinero y tus ínfulas de clase superior: no eres más que vulgar, corriente y moliente mierda de la Modelo».

Y sí: es como debe ser.

Imagen: Luis García en Wikimedia Commons
Licencia: GFDL

1 comentario:

  1. No estoy en absoluto de acuerdo, los modales también cuentan y definen perfectamente la catadura de una persona. Sin embargo, suscribo completamente el párrafo que comienza: "Hace dos o tres veranos..."

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