Lo que le ha pasado a Alicia Sánchez-Camacho tiene un qué de tragicómico. Como mariposa que ve arder sus alas por acercarse demasiado al fuego, ha recibido un potente puntapié en el trasero por parte de su propia cofradía y por parte de la legión mediática del más casposo derechismo (adorador y promotor de esa cofradía, pero también controlador e inquisidor de la misma).
Sí, ya se dice que no hay peor cuña que la de la propia madera y menos cuando te la meten por popa. Y esto es cómico.
El problema es lo otro, lo trágico. Hay cosas que, no importa que seas de derechas, de izquierdas o de suba las escaleras y al fondo, no dejas de ver cuando vives en Cataluña. Que sí, que el nacionalismo, el independentismo, ha montado un tebeo de agravios que, si nos pusiéramos en lo tragicómico con estos, también daría para un buen serial. Pero todo es una escala de grises y, en algún extremo, unos y otros nos aproximamos a la realidad de las cosas. Eso le pasa a la Sánchez-Camacho y esto le pasa a la Rahola, por poner el otro extremo, aunque, como tal, más que tangente, secante. Y la Camacho, por una vez y sin que siente precedente, se ha dejado llevar por la razón (a ver qué día lo hace la Rahola, y así estamos todos). Y le han dado una colleja que no ha sido el garrote vil, pero sí un vil garrotazo.
Bienvenida, doña Alicia, al purgatorio de la racionalidad, al que sufrimos muchos miles de catalanes que el sábado estaremos en la plaza de Catalunya (si es que cabemos). El purgatorio de tener que vivir entre dos masas enfebrecidas de fanatismo y, según se mire, de brutalidad: la de un sector de catalanes -ocasionalmente importante- al que la estelada le tapa toda perspectiva y la de un sector de rancio castellanismo (siempre me negaré a llamarlo «españolismo») -habitualmente importante- que aún no se ha enterado de que en Flandes se ha puesto el sol. Ambos comparten fenotipos muy parecidos: la intransigencia, la ceguera, el espejismo de sus más o menos presuntas glorias y, sobre todo, la ignorancia.
Que no nos pase nada.
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